Recogieron lo que pudieron. Socorro tenía cinco años y estaba disfrazada de hada madrina. Su madre copió el traje de un cuento de Pinocho con las páginas rayadas. Fue un 31 de octubre, día de los niños, entre Chinchiná y Santa Rosa de Cabal, en la vía hacia Pereira. El camión era de rollos de papel higiénico y toallas de cocina. La policía lo dejó allí mismo, con las luces parpadeando, mientras dos agentes le tomaban la declaración al conductor. “¡No la vi!, ¡no la vi!, ¡no la vi!”, decía el hombre sollozando. Un vecino recuerda que las alas del disfraz quedaron enredadas en el armazón de la carrocería y que su mujer, sin que nadie se lo pidiera, lavó las llantas sucias antes de que las pusieran a rodar otra vez. Pasa cada tanto en los bordes de las carreteras de Colombia: que la muerte es una cicatriz de caucho, larga, negra. Al final de ella un lodazal de sangre.
Miles de familias desperdigas en los caminos, sin más tierra a dónde ir, sobreviven a un metro, a eso nada más, del paso feroz de automóviles, camiones, buses, tracto mulas que hacen temblar los techos. Las cruces sembradas por ahí, en todas partes, son equis de un listado que nadie lleva, que a nadie parece importarle. Si los crucifijos hablaran.
Leopoldo Iglesias perdió a sus dos hijos bajo las llantas de una camioneta de vidrios oscuros que siguió de largo. Él corrió cuando oyó el golpe seco pero no pudo pedir auxilio porque abajo de Puerto Valdivia, sobre las peñas del cañón del río Cauca, antes de que la corriente se vierta en las sabanas inundables del sur de Córdoba, no había teléfono entonces. Tampoco ahora. Hay de todo lo demás: cascadas cristalinas chorreando desde las cumbres, armadillos, zarigüeyas, águilas, búhos, osos perezosos, murciélagos, tigrillos, mariposas del tamaño de las manos de un hombre. Sería una versión del paraíso si no lo atravesara esa serpiente traga niños que es la carretera. La maldita, la llama Leopoldo, que mandó hacer dos cruces de cemento a un lado de donde murieron sus hijos. Ahí estuvieron un tiempo, con los nombres escritos, Marco y Wilson, y la fecha del accidente, 14 de abril de 2006. Meses después un camión las embistió y el campesino se quedó solo porque su mujer, enferma de odio contra el estruendo de los carros, decidió subirse en el siguiente bus. Ni siquiera se llevó la ropa.
Lejos de allí, en otra carretera, en la que une a Medellín con Bogotá, Robinson Guerrero encontró la cabeza de un niño atropellado en el puente de río Claro, uno cuyo fondo son losas de mármol verde y blanco y en el que nadan peces de espinazos plateados que rebotan la luz en los días más luminosos. Aquello, en medio de otro cañón alto de selva virgen, pareciera una gran piscina en la que Dios sumerge el culo, pero ahora el que mea en la corriente es un camionero apurado. Es el único afán que los hace detener la marcha, ese y el de comer.
Los recorridos de los camiones que transportan buena parte de toda la carga del país son cronometrados y sus dueños los vigilan sobre un mapa digital. La tecnología les permite saber la velocidad a la que viajan, la presión de aire en las llantas, el porcentaje de combustible en los tanques, también el número de veces que los conductores se han detenido. Si surgen preguntas el teléfono en las cabinas suena de inmediato. Sin embargo, un servicio en las carreteras parece escapar por ahora al ojo inquisidor de la tecnología.
Cuando el afán resulta ser de sexo, la asistencia está disponible en curvas y rectas conocidas. Las prostitutas del camino saben subirse a toda prisa, mientras el camionero detiene la marcha para pasar un resalto. Ellos ni siquiera tienen que quitar las manos del volante. En promedio, el servicio de sexo oral cuesta veinte mil pesos, y se ofrece en las vías de Antioquia, Cundinamarca, Valle, Córdoba, Santander, Nariño, Arauca, toda la costa Caribe, a lo largo y a lo hondo de nuestro país de tantas vírgenes. En esas parecía estar el conductor de la tracto mula que atropelló al niño en el puente del río Claro, cuya cabeza, solo por casualidad, encontró Robinson Guerrero cuando aclaró el día, unas horas después. Pero la versión de los hechos fue otra: que el piso estaba húmedo, que el niño cruzó el límite de la línea amarilla en el borde, que estaba muy oscuro, nadie mencionó a la mujer que se bajó del camión a toda prisa después del frenazo inútil.
El policía de carreteras Eliodoro Manosalva recuerda a un campesino que ordeñaba una vaca afuera de su casa, a dos pasos del asfalto. Habría sido una fotografía de concurso: el hombre sentado, de sombrero, sobre una butaca de madera, jalando las ubres hinchadas, el animal amarrado del marco de la puerta, y los carros, tantos, casi embistiéndolos. Ocurrió lo predecible. Un día un bus de Expreso Bolivariano se fue de frente y se llevó al señor y a su vaca y a su casa, y todo fue un reguero de huesos, pelos, vidrios, cachos, carne, ladrillos, muertos. En el segundo país del mundo con mayor número de desplazados, casi cuatro millones por culpa de la guerra, los campesinos se quedan donde pueden, aunque ese lugar sea la orilla de un precipicio. Y las carreteras lo son.
Con la tragedia reciente del invierno, miles de nuevas familias han ido a parar al borde de los caminos, que en Colombia llamamos autopistas, un nombre suntuoso. Da risa. Comparados con nuestros vecinos, de quienes solemos creernos mejores, Venezuela, Panamá, Ecuador, Perú, buena parte de nuestro sistema de vías son atajos de herradura, manchones de grava y pavimento sobre montañas que se van dinamitando a la buena de Dios y del Diablo. Las empresas constructoras amasan fortunas y se hacen bienhechoras de políticos, de concejales, de alcaldes, de gobernadores, de congresistas, de presidentes de la República. Pero todo eso ya se sabe.
Manosalva dice que las personas estacionan su hogar en las carreteras porque no tienen más a dónde ir y que, pese a las normas que les prohíben construir viviendas sin la suficiente distancia del paso de los carros, cada quien se ingenia un lugar sin importar lo angosto, lo peligroso, sin importar que después deban instalar las puertas al revés, en la parte de atrás de sus casas porque adelante, como manda la razón más elemental, corren el riesgo de ser atropellados. Entonces las viviendas se van pegando unas de otras y las cuadras se alargan hasta casi ser barrios: Tres Coronas, en la carretera hacia Ipiales; Toque y Siga, entre Puerto Triunfo y San Luis; Rico Punto, entre Supía y Ríosucio; La Herradura, en La Pintada; El Estripao, entre Pailitas y Curumaní; Cacho Quemado, entre Guamo y Saldaña; El Ahorcado, yendo para Chocó; El Reguero, entre San Jerónimo y Santa Fe de Antioquia, y así, decenas, cientos, miles de recodos que no aparecen en los mapas, trozos de país donde nadie más cabe, apenas los desposeídos. ¿De qué se vive al borde de los caminos?
Magdalena González, en Valparaíso, responde que de la insistencia. Ella lava ropa. Los conductores se la dejan de ida y la recogen de venida. Hace almuerzos, pone inyecciones, hace paletas, vende jugos, hasta sabe desvarar carros y cambiar llantas si le toca. Cuando llueve y las piedras y el lodo se escurren de la montaña ella sufre porque su casa puede desplomarse, pero si el barranco diluido alcanza el pavimento y cierra el paso de los carros, se pone un vestido, se amarra un trapo en la cabeza y saca la mesa de la cocina al corredor, entonces todo es bendición. Frita pasteles, empanadas, corta piña en rodajas, hace limonada. En diciembre una piedra rodó montaña abajo y embistió un camión. Consiguió tanto dinero que le alcanzó para comprarle zapatos a sus tres hijos y crema de dientes y medias nuevas, y para ella una blusa. Ahora el sol está en lo alto, en un cielo azul sin nubes. Los perros buscan sombra. Son días de un verano sorpresivo, días muertos. Atrás pasa el río Cauca. Magdalena señala el agua. La corriente arrastra el cuerpo de un hombre, eso parece a la distancia. Dos gallinazos le picotean la cara y abren las alas para sortear los rápidos donde los brazos del cadáver manotean. “Uno vive de no dejarse morir”, dice la mujer y el ruido de un camión cargado con cerveza le ahoga la voz. Todos tienen historias que contar.
Irene Ocampo es madre de tres hijos y tres nietos. A uno de ellos, a Brayan, lo pisó un camión. Debieron hacerle injertos de piel, enderezarle huesos, ponerle clavos en los tobillos y las rodillas, camina cojo desde entonces. Pero dicen que no se va de allí, pese al riesgo de los carros porque, bueno, se encoje de hombros el muchacho, porque ya se acostumbraron, y además no tienen a dónde irse. Él y su familia quizás sufran de un mal que podría llamarse sordera del camino: los carros pasan tan cerca de su casa que deben oír el televisor al máximo volumen y entonces hablan alto, incluso cuando no parece necesario. Pero no es verdad que puedan contar todo lo que ven, de lo que son testigos.
M.X. vive de cambiar llantas y desvarar carros en el alto de La Línea, un cruce mítico sobre la cordillera de los Andes envuelto, de pronto, a cualquier hora, en una bruma densa que casi puede tocarse. La noche es tan fría que las palabras de M.X. se le ven salir de la boca. Hace años vio pasar un camión cargado con un chimpancé y un león cuyas jaulas estaban tan pegadas que la cola del felino se metía en la del mono. Era el carro de un circo y su conductor debió parar hasta que la bruma desapareció. Poco después llegó otro camión con dos elefantes. Él los observó por debajo de la lona con que los cubrían. Se tocaban los ojos con las trompas. Pero los animales más raros que vio pasar fueron dos delfines de otro espectáculo itinerante. Iban adentro de unas camas de agua, embardunados de crema, como pasteles piononos. Cierta vez, M.X. creyó hacerse rico.
Fue una madrugada. Sonó una ráfaga de tiros, después el golpe de un choque, después nada. Lejos vio una camioneta blanca. Estaba contra un barranco, las puertas abiertas. Caminó hasta allá. Había dos hombres muertos con sangre en los rostros. En los pies de uno de ellos, del que iba manejando, había un maletín de lona. Él lo abrió sin levantarlo, entre rezos y un temblor que se le quedó varios días. Eran fajos de billetes, entonces se imaginó huyendo hacia una vida nueva. Compraría una casa con balcón en algún pueblo carretera abajo, y tal vez allí habría suficiente dinero para comprar un taller, y quizás una grúa. Cuando al fin decidió tomar el maletín oyó ruido de sirenas. M.X. baja la voz. Dice que corrió a esconderse atrás de la maleza, que unos policías llegaron en una patrulla y se llevaron el dinero, que cuando volvieron, un rato después, él ya estaba en su casa, acostado bocarriba, mirando el techo de tablas, rezando por los muertos a los que casi les roba. Ahora parece muy triste. Se lamenta de que por el alto de la Línea no volvieron a pasar elefantes ni chimpancés ni leones ni delfines. En cambio sigue oyendo ráfagas de tiros.
En el cañón del Pipintá, cerca del municipio de Valparaíso, al suroeste de Antioquia, Nicolás Rojas señala el lugar por el que un bus con 41 pasajeros se fue al río Cauca. Nada rescataron a pesar de la insistencia de un grupo de buzos que se sumergieron en la corriente durante una semana con luces, con radares. Nada. Ni una lata, una llanta, una maleta, ningun cuerpo. Rojas recuerda que el bus pasó por un lado de la que entonces era su casa y ni siquiera la rozó. Con algo más de suerte, el conductor se habría estrellado contra la vivienda y quizás hubiera conseguido evitar su tragedia, pero seguro Nicolás y su familia habrían muerto. La suerte es una moneda al aire y lo que es cara para algunos resulta cruz para otros. Así es.
Según un número del Departamento Nacional de Estadística, un millón de personas tienen sus casas en los bordes de las carreteras intermunicipales por las que pasa rauda la riqueza de tantas empresas. De cerveza, de ropa, de jabones, de bicicletas, de periódicos, de trastos de cocina, de todo lo imaginable: de juguetes, de zapatos, de colchones, de perfumes, de droga farmacéutica, de computadores, de celulares, de automóviles. Blanca Aurora Caro juega parqués con sus vecinas de la Herradura, en la carretera que atraviesa el cañón del Pipintá. El viento de los camiones las despeina y derriba las fichas, así que las mujeres, cuando sienten venir un carro grande, cubren el tablero de juego con las manos. Es un gesto instintivo, un reflejo que ya ninguna advierte, entonces lanzan los dados como si nada. Las llantas pasan a un metro, a menos. El piso tiembla. El aire huele a caucho. La suerte aún juega a su favor.
Fotos y crónica de José Alejandro Castaño