"Que dios les de la fortaleza para aceptar su voluntad".
"Los designios de dios son inescrutables y hay que aceptarlos con resignación".
"Lo que dios da, dios lo quita. Resignación y fortaleza para la familia".
Estos son apenas tres de los comentarios que escuché en la radio o leí en las redes y que representan los genuinos sentimientos solidarios de algunas buenas personas hacia la familia que ha perdido un hijo en una tragedia reciente.
A qué tragedia me refiero, en qué circunstancias se presentó o quiénes son los deudos, es por completo irrelevante. Todas las manifestaciones de solidaridad son plausibles.
Lo que me resulta inmoral e insultante es aquello de sugerir que se deba pedir fortaleza a quien pudo evitar la tragedia.
No creo que exista un dios. Pero quien sugiere que se pida ayuda al creador para aceptar su voluntad, sí lo cree. Y lanza una frase atroz moralmente insostenible: reconoce que la tragedia responde a la voluntad de un ser y sugiere que se acuda al mismo personaje, no para increparle por su responsabilidad sino para pedirle que nos ayude a aceptar lo que hizo.
Y ya describió el mordaz Christopher Hitchens de forma plausible ese tipo de situación: "(La religión) nos infecta desde nuestra integridad más básica. Dice que no podemos ser morales sin un hermano mayor, sin un permiso totalitario. Quiere decir que no podemos ser buenos entre nosotros sin eso, que debemos tener miedo y que debemos amar a alguien que tememos: la esencia del sadomasoquismo, la esencia de la abyección, la esencia de la relación maestro-esclavo."
Entiendo la utilidad de la religión como consuelo. En eso no me llamo a equivocaciones. Es extremadamente útil. Por eso sobrevive. Por eso y porque se nos infecta con ella en las etapas tempranas de nuestra infancia, cuando nuestro cerebro es completamente vulnerable y acepta como igualmente reales a nuestros abuelos y a Papá Noel porque carece de un capacidad crítica.
Pero la utilidad de la religión no la valida.
La heroína es profundamente útil para quitar cualquier dolor y pocas prácticas son más útiles para aliviar las angustias de la vida que el suicidio. Pero no porque sean útiles son recomendables.
Cada persona tiene derecho a refugiarse en el mito que desee y a aferrarse al amigo imaginario que elija, si eso le ayuda a sobrellevar la tragedia de la existencia. En mi caso creo que resulta mucho más sensato reconocer de forma serena nuestro carácter perecedero, maravillarnos —a partir de ese reconocimiento— del inmenso privilegio que constituye el estar vivos y optar por el disfrute de cada segundo vital desde un marco moral que nos imponga no dañar a los demás.
Imagino una escena en la que me encuentro con un personaje envuelto en nubes que me dice:
—Tu ser querido debió morir porque su sufrimiento y su muerte son mi voluntad. Yo pude haberlo sanado o salvado, pero no lo hice porque esa fue mi voluntad. ¡Ah! ¡Claro! ¡Lo que sí estoy dispuesto ahora, si me lo pides con fervor, es a darte fortaleza para que aceptes esa voluntad!
Tal vez estoy loco, pero no podría responder de otra forma que diciendo:
—Compadre. Eres un criminal de quinta y tu voluntad se puede ir al carajo.