¡Ay, José Emilio,¿de qué nos sirve recoger aquí y allá premios y reconocimientos mientras nuestro país se desprestigia ante los ojos del mundo, mientras México se mexicaniza para estar de acuerdo con sus películas y las más negras de sus leyendas (…)? Fernando del Paso en la recepción del premio José Emilio Pacheco a la Excelencia Literaria, en Mérida.
La gran prensa nacional, hasta ahora, no se ha ocupado de reseñar La cultura en la república del narco (Podenco, 2015), de Harold Alvarado Tenorio. El que calla otorga y calla la prensa nacional, se supone, porque el libro o fue publicado en Panamá y no nos atañe o porque las afirmaciones del autor suelen ser tan salidas de madre que no merece ser tomado en serio; o porque al pisar la piel de tigre de las viejas heridas, mejor es no citarlas, para que luego no ardan y luego lo despierten. Y es apenas obvio que guarde silencio y lo ningunee, pues, además, su sola mención o la mención del autor es ya un tabú en los círculos culturales oficiales del país y un estigma para quien lo aluda o lo pronuncie.
O, esa razón, puede ser así de simple: porque dicho libro es un largo y reiterado juicio, a menudo caricaturesco, pero siempre incendiario, de las políticas públicas en materia cultural en Colombia desde el Frente Nacional hasta nuestros días. Basándose en cifras oficiales y extraoficiales, frecuentemente en la sospecha, y no pocas veces en la sugestión y en la mala leche, Alvarado dispara incansablemente para todos los lados en el empeño de desmitificar políticas y nombres de la cultura nacional, involucrando, de paso, tanto al sector público como al sector privado, tendiendo un manto de duda, roto por algunas partes, sobre la legitimidad de algunas glorias en las artes y letras y la transparencia de sucesivos gobiernos, empresas editoriales transnacionales y pulpos de la comunicación.
El solo título del libro es tan tendencioso que un ciudadano de a pie supondría, peligrosamente, que las instituciones, los tejemanejes y las personas aquí mencionadas no han hecho otra cosa que legitimar, desde la cultura untada de mermelada, la enmarañada serie de violencias en que se convirtió el país, producto del coctel de frentenacionalismo, guerrilla, narcotráfico, corrupción y paramilitarismo. Y el peligro es que ese ciudadano, inerme ante los medios - incluido el libro -, traga entero y se queda pidiendo más, pues nunca tendrá modo de apoyarse en el documento real que respalde las afirmaciones, a menudo temerarias y macartistas, de un autor incendiario. Es un libro y es un título bastante riesgoso por lo sugestivos y las dosis de odio que destilan. No hay remedio ni modo alguno de reseñarlo.
Pero de que el libro es la primera o más severa diatriba contra la cultura nacional en el contexto de sus más terribles violencias, de eso no cabe duda. Acostumbrados en este país, lo cual es un lugar común, a la inútil inquisición a que se somete a diario a sus políticos, es ya una novedad que un libro salte directo al cuello de esa señora decente –tan respetable ella– que tiene por nombre CULTURA y que nos une por encima de, por ejemplo, los odios partidistas. Ese, a la hora de hablar de méritos, es el que le cabe a este libro, pues más allá de las infamias y verdades de que se nutre, sí es cuando menos una requisitoria novedosa, sin muchos precedentes, contra la “la gran cultura nacional” y su papel trascendental o no, cómplice o no, de y en medio de 50 de los más convulsos años de nuestra historia. Pues, entrelíneas y explícitamente, el libro funciona como un ajuste de cuentas desde el subtexto guerrilla-narcotráfico-corrupción-paramilitarismo para dejar sembrada la cuestión: y, a todas estas, de la cultura, ¿qué?, de los intelectuales y gestores culturales, ¿qué?, de los escritores y las políticas culturales y las empresas privadas y los pulpos de la comunicación, ¿qué?; o qué del centralismo evidente y pertinaz que ha canalizado durante tres o cuatro generaciones archimillonarios recursos en materia cultural para el triángulo Bogotá-Medellín-y algunas ciudades de la costa caribe.
Dicha empresa, por lo desmesurada, obvio que no podía terminar en otra cosa que en un parricidio (el poeta contra los aparatos culturales estatales) y un fratricidio (el poeta contra los escritores) en el que todo el establecimiento cultural se viene abajo con estantería y todo, pues denuncia cómo en lo cultural también ha hecho metástasis esa corrupción que existe en lo político, en el manejo de los recursos, en las regalías, etc., durante numerosos gobiernos, o, en otras palabras, que la cultura (incluidos grandes y espesos nombres) estuvo y está tan involucrada con nuestras crisis sociales como lo han estado los actores más visibles del conflicto: políticos, guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares, etc.; como una rueda más de todo ese vasto engranaje: despoja, pues, a la reputación de esa señora bien llamada cultura –lo cual, mal que les pese, irritará y fruncirá a muchos– de su traje mariano, de su casta distancia frente a un país que arde. Ese, resumido, es este libro de llamativa nacionalidad panameña sobre un asunto colombiano.
Y puede llegar a ser tan sugestivo que, en un nivel proposicional, desde la analogía, uno, igual, podría preguntarse: ¿y de los medios, qué? ¿Quién le pondrá el cascabel al gato? ¿También saldrán incólumes? ¿Nada tuvieron ni tienen qué ver con la debacle? ¿Informan desde un cielo impersonal de objetividad e imparcialidad? ¿Información no es CULTURA? Y toda esa saga de series televisivas sobre el narcotráfico y el sicariato (producto de exportación con millonarias audiencias) ¿no es también cultura y no alimentan hacia afuera nuestra idea de “país”? ¿Información y mass media made in Colombia no son ni han sido también EDUCACIÓN y adoctrinamiento? ¿No recibían ni reciben órdenes de nadie? ¿No tenían velas en este largo entierro de muertos que pasan por la calle y la televisión todos los días? ¿Pasarán de agache o darán la cara, así como la tendrá que dar la guerrilla, como la han tenido que dar los militares y algunos paramilitares, como la tendrían que dar otros políticos y por qué no otros industriales? ¿Son los medios, esa otra señora bien del país? ¿Deben desde ya poner en remojo sus canas barbas? ¿Existen fronteras entre el activismo político y el periodismo? ¿Es Claudia Gurisati un ejemplo más de la disolución de géneros entre el periodismo de opinión y el publi-reportaje político continuado y ya no tan camuflado? ¿Es, ella, tan sólo una rueda suelta?
Pero, ¿qué queda de este desordenado y, en no pocos momentos, sesgado balance que hace Alvarado de dos o tres generaciones culturales? Una respuesta concluyente es tan apresurada como ingenua, porque lo escrito por este señor hay que digerirlo y a sus detractores, y al silencio que se niega a reseñarlo, aupado por el miedo que, todo hay que decirlo, esa señora bien también sabe inspirar. Decir que la casta intelectual y cultural a la cual alude Alvarado tuvo relaciones de sólo connivencia con esa “República del narco”, no es más que un disparate provocador que sirve de gancho para atraer adeptos, sin por ello carecer de una matriz de verdad lo suficientemente convincente como para que revisitemos y revisemos esta historia. ¿Existe algún parámetro, algún rasero que mida lo que se ha debido hacer en materia cultural que no sea la sola “denuncia” de Alvarado y nos lleve a alguna ilusión, por mínima que sea, de objetividad, de haber alcanzado algún estándar? Es de temer que no y en ello somos y seguiremos siendo obcecadamente ignorantes: mientras ese instrumento no exista, el gato seguirá cuidando la carne.
Y en cuanto a las artes –aparte de su presunta corrupción, que es el asunto moral al cual se refiere Alvarado- ¿floreció en especial alguna de las “bellas artes”, en este lapso de la historia reciente colombiana? ¿Qué del teatro y de la literatura? ¿Qué de la música y de las artes plásticas? ¿Qué del cine y la fotografía?: ¿Es, también esta pregunta, un asunto moral?
Por lo pronto, sólo cabe citar a Cassandra Wilson en un documental reciente sobre la mafia norteamericana, cuando recalca, palabras más, palabras menos, de ese Chicago de los años 20 y 30: que el jazz nació y creció al amparo de Al Capone; fue él quien lo patrocinó y lo defendió; incluso, cuando cierta vez alguien hurtó el instrumento de Louis Armstrong, tan sagrado para cualquier músico, Capone lo hizo aparecer al otro día, en alguno de los speackeasy, donde por entonces se juntaban los negros y los blancos a beber alcohol ilegal, bajo el embrujo de esa música que es un símbolo, hoy, de Norteamérica y del ya desueto American Way of Life.
¿Carga hoy el jazz con ese lastre o con el suyo los escritores de esta generación? Corresponde a lectores y melómanos decidirlo. Mientras tanto, Alvarado y su libro cargan con el suyo, como en Carlos, el parricida de Raúl Gómez Jattin: Camina como arrastrando su sombra / no mira a nadie ni nadie lo mira / hay un vacío a su alrededor como un hacha levantada / Fue a visitar a los viejos amigos / y estos le cerraron las puertas en la cara / y así todo el mundo / Hay un cerco de púas en torno de Carlos / el parricida.