El término Hikikomori fue acuñado por el psicólogo japonés Tamaki Saitō en el año 1998, y consiste en un trastorno que genera aislamiento social, que conlleva a apartarse y a recluirse. Se presenta principalmente en jóvenes, y aunque sus causas siguen siendo muy inciertas, se le atribuye principalmente tanto factores sociales como personales. Los Hikikomori deciden, de un momento a otro, apartarse de la sociedad y encerrarse en sus cuartos, pierden el interés por establecer el más mínimo contacto personal, y, de lo único que se proveen, es de suficiente comida, elementos de higiene y aseo, y un equipo con conexión a internet. Nada más.
Nuestra realidad no está muy alejada de esos sujetos. Actualmente estamos confinados, metidos en nuestras casas, nos la pasamos trabajando, estudiando, viviendo y hasta amando por internet. Eso sí, lo hacemos como medida necesaria en estos momentos. A los más conscientes, nos produce temor salir, compartir espacios en donde hayan más de dos o tres personas a nuestro alrededor, nos genera cierto escalofrío si alguien llega a toser muy cerca, nos lavamos las manos no sé cuántas veces al día, son tiempos de zozobra, de incertidumbre, tratamos de imaginar un futuro alentador, pero está el sabor amargo de la desgracia, que de por sí, ya está presente. El origen de todo esto es aún incierto, no hay mucha claridad, pero sabemos que existe, que está ahí afuera y nos está matando. Quizás sea la naturaleza recordando que no somos nada, que somos finitos y demasiado vulnerables.
Las pandemias, pienso, son lecciones, sacan lo peor de la humanidad como hemos visto, la mezquindad en muchos casos, pero también hace que ese instinto, a veces extraviado, de fraternidad, florezca de nuevo, hasta en las circunstancias menos pensadas. Es curiosa y de una lección gigante la forma en la que ahora debemos compartir el tiempo con los nuestros, con los seres allegados, a los que habíamos relegado a un segundo plano por un chat, por una conversación en una red social con una persona al otro lado del mundo, con personas que nunca he visto en mi vida, a las que nunca he abrazado ni les he dado un beso, sujetos a los que probablemente ni les interese la mitad de lo que les esté contando. Escucho a muchos decir que quieren salir de este encierro, que extrañan a sus seres queridos, que cuánto dieran por verlos y abrazarlos, y esto es lo irónico de la vida: que hoy la principal forma de demostrar amor hacia el otro sea precisamente esa, la de aislarse y evitar el contacto.
Los hikikomori se aíslan principalmente por causas sociales y culturales, las dinámicas de la vida en cuanto a la busca del éxito, la distinción social y las jerarquías, la obtención de dinero, el triunfo personal y afectivo, el ego del yo…, entre otras. Se asfixian, no soportan los moldes de la sociedad, más encasillamientos, y se van derecho a sus habitaciones, a encerrarse por meses y hasta años. Alguien decía que la locura tiene mucho de lucidez, y aunque este sea un trastorno multifactorial, tiene las bases en eso que hemos llamado normalidad, el día a día, la realidad. No está de más pensar en cuánto sentido y razón tienen estos personajes para hacer lo que hacen. Y aunque los extremos en la vida son perversos, creo que quedan muchas cosas por pensar. Preguntarnos si todo esto a lo que hemos llamado normalidad, no sea más que nuestro ritmo de vida a mil por hora, las necesidades por satisfacer nuestro consumo desaforado, las imposiciones de la sociedad, el arribismo y el clasismo, nuestra falta de conciencia, el egoísmo y la individualidad, la falta de humanidad… No está tarde para detenernos y pensar que se puede otro tipo de sociedad, con otras formas, una en donde estar vivos no nos parezca normal, sino que todas las mañanas nos pongamos la mano en el corazón y nos demos cuenta de que estar vivos, es un milagro.