Tuve desde siempre viejas simpatías con el M-19, movimiento del cual nunca fui militante, como no he sido militante sino de la poesía y de la cultura, único quehacer político con el que sé que es posible cambiar cualquier cosa que se pueda y se quiera cambiar en este mundo.
Y fui admirador de sus hombres y mujeres fundadores —hoy vivos y muertos—, como soy ahora respetuoso y crítico de las ejecutorias y del desempeño político que ha encarnado en la vida del país un hombre como Gustavo Petro. Su paso por el Senado de la República ha sido sin duda una de los hechos históricos trascendentales en esa corporación, por lo menos en los últimos cincuenta años. Yo creo que son muchos los colombianos, de muy diversos signos políticos, que reconocen no solo su gran capacidad intelectual sino su autoridad moral para ejercer la política en serio en un país con tantas dudas en ese sentido como el nuestro.
Reconozco también sus desaciertos y equivocaciones a la hora de administrar su poder y su importancia en el seno de un movimiento tan esperanzador para la democracia colombiana como lo que representó en algún momento el Polo Democrático Alternativo.
Como soy consciente de los desaciertos administrativos, las improvisaciones y el lamentable talante disociador que ha ejercido en su propio equipo de trabajo, en su desafío de gobernar una ciudad que muy probablemente se le ha salido de las manos. Desgobierno en el que ha contado con la eficiente ayuda de una campaña permanente de descrédito, saboteo y persecución de todo orden, con la que la oposición ha logrado desdibujar y desprestigiar, hasta lo irreconocible, el rostro de una Bogotá humana que sin duda tiene sus mejores logros en proyectos sociales que no pueden ser desconocidos por la Bogotá “normal”.
Como no pueden tampoco desconocerse muchos otros logros de importancia institucional, urbanísticos, políticos y culturales que sí responden a los desafíos de una gran Capital de cara al mundo de hoy.
Pero se las arregla Petro, casi siempre, hay que reconocérselo, para colocarse en el centro de grandes debates nacionales que al final han sido realmente cruciales por las implicaciones que estos han tenido para entender varios asuntos de fondo en Colombia. Baste solamente dimensionar la trascendencia del debate de la parapolítica; las denuncias del carrusel de las contrataciones en Bogotá; el cambio mismo del sistema de manejo de las basuras de la ciudad; y, por si fuera poco, la gran pelea con el procurador por su destitución como alcalde elegido popularmente.
Cada uno de estos debates ha tenido el efecto de una gran piedra en un estanque. Sus repercusiones han permitido ver muchas otras cosas no siempre visibles de la vida del país.
Pero sin duda el hecho que adquiere el estatus de verdadero terremoto político de consecuencias importantes es este de su destitución de manos de uno de los personajes más siniestros de nuestra vida política reciente.
Un primer estremecimiento de este hecho lo representa sin duda la cátedra de historia política colombiana que Petro hizo en su discurso desde el balcón sobre la Plaza de Bolívar el pasado viernes 6 de diciembre. Porque es una manera de poner a las nuevas generaciones de colombianos en contexto con una lectura dura y dolorosa de la historia del país. Y porque es completamente cierta.
Un segundo impacto lo representa el carácter de la reacción general en el país, en contra de la destitución, producida desde muy diversas vertientes de la opinión nacional. Porque ha servido para revelar, más allá de los partidismos y las parcelas políticas muy particulares, unos resortes de dignidad y sentido de la justicia que hace rato no vivíamos en el país.
Un tercer impacto es la agitada discusión jurídica que ha servido para moverle el piso y el techo al estamento jurídico nacional y a sus autoridades académicas que han empezado a ver claro la flagrante ilegalidad en la que está incurso el acto jurídico del procurador en tanto no es a él a quien la Ley llama a sancionar con destitución a un Alcalde de Bogotá, debido a que éste tiene constitucionalmente un fuero especial que solo el Presidente de la República puede vulnerar en caso de que existan legalmente las justificaciones del caso.
Si la cosa es así de clara, la pregunta es: ¿no conoce acaso el señor procurador suficientemente la Constitución Nacional, ni el acervo de las normas jurídicas correspondientes, para caer desde su ignorancia en un hecho grave de desestabilización política como el que ha provocado su fallido fallo?
¿O conoce todo eso muy bien y se hace el loco para poder golpear con milimetría política a quien le da la gana?
¿Qué hacemos ahora con el procurador?