Lo que muchos colombianos guardan en el baúl de los recuerdos es la imagen de Juan Carlos Lecompte cuando se tatuó en un brazo la efigie de Íngrid Betancourt. La amaba. Soñaba repetidamente con verla libre, tras el secuestro de seis años en manos de las Farc. Uno de los “males buscados”, como dicen los abuelos en Colombia.
La segunda postal, color sepia, es la sucesión de plantones que protagonizaba con una fotografía de la entonces joven política. Como buen publicista, Lecompte quería tocar las fibras más sensibles de la ciudadanía, en procura de su solidaridad.
Sin embargo, su gran desilusión vino cuando la liberaron. En el recibimiento, ella eludió un beso y luego, con una contundencia demoledora, mirándolo a los ojos y ante el desconcierto de su esposo, le dijo: “Ya no te quiero”. Sus aspiraciones ahora no se enfocaban en la política, sino en irse a Europa, lejos de las tierras colombianas, de las que quería poner distancia.
Esporádicamente aparecía en noticieros uribistas, como NTN24, para despotricar del proceso de paz, al que considera un paso para “dar impunidad a los violentos”. Ajena totalmente a la realidad del país. Cercana a sus intereses elitistas, los mismos que ahora defiende en todos los escenarios.
La fresa en el helado la puso el 17 enero último cuando oficializó su aspiración de ser presidenta. Asumió el discurso mesiánico como la única alternativa de los electores. Y desde entonces, no deja “títere con cabeza”. A todos los cuestiona. Solo ella enarbola la bandera de la moral. De lo que no habla es de transparencia, porque ese no es un término que figure en su diccionario.
La también aspirante de izquierda, Francia Márquez, la confrontó. Lo hizo en un debate. Dejó en claro que se trataba de una oportunista.
“Yo le diría a Íngrid, que la respeto y todo, que uno no puede venir cada 4 años a hacer política; hay que asumir que nosotros estamos aquí como país y construimos como país, pero las situaciones que usted ha vivido las sigue viviendo mucha gente, todos los días, y es necesario entonces asumir el desafío de lo que a mí me pasó que no le pase a nadie”, le dijo con el desparpajo que caracteriza a la negra, descomplicada y franca. Le "cantó las cuarenta" en la cara e Íngrid, como en la legendaria foto del secuestro, asumió una actitud de víctima.
Íngrid no respeta las reglas del juego, al punto que se desmarcó de la Coalición Centro Esperanza. Una jugada de ajedrecista que ya tenía planeada, sin duda. Y salió de allí criticando a todos. Como la invitada a una comilona que, sin poner nada para el convite, sale después de almorzar criticando el sancocho, el tamaño de la pechuga de la gallina y, además, diciendo que no le permitieron repetir agua de panela.
Su más reciente desacierto: decir que algunas mujeres brindan las condiciones para ser abusadas sexualmente. La hizo, definitivamente. Y cuando vio el tamaño de su metida de pata, ella, que siempre culpa a los demás por los equívocos, atribuyó el asunto a un lapsus porque —argumentó—, siempre está pensando en español y en francés.
No es de extrañar que ya tenga comprado el tiquete para Europa. Al fin y al cabo, ella no tiene nada qué perder. Se regresa a su vida de siempre, de lujos y comodidades, una vez haya causado daño en Colombia. Definitivamente, lo que es de esperarse con alguien que sin ser adalid de los principios y valores, ahora se cree la rectora moral de los colombianos…
Blog del autor Crónicas para la Paz