Ya están empacadas la pañalera, las sudaderas, las pintas de Lorelei, las cajas de chocoliss, las ansias de gol y hasta el poco anonimato que les quedaba, para el trasteo a Mónaco, el cual, seguro, no organizarán los inmigrantes ecuatorianos que se han apoderado del negocio de las mudanzas en Madrid. (Ahora es Rybolovlev quien paga; el juguete fue costoso —59 millones de dólares—, hay que cuidarlo).
Varios años se le esperan a Falcao en ese pellizco de tierra —un tris más grande que El Vaticano— ubicado en plena Riviera Francesa, en el que fortunas suculentas de variopintas procedencias se suman a la pasión por el juego en todas sus manifestaciones y a las aventuras sexuales de los Grimaldi y sus amigos, para surtir de “números” el circo de tres pistas en el que se ha convertido: pasatiempo favorito del jet set internacional. Que nunca termine la función, se moriría por inanición el principado.
Lo raro es que esté yo aquí haciendo fuerza por el futuro bañado en oro de El Tigre, cuando hasta hace poco el único Radamel del que había oído hablar se llamaba Radamés. Un capitán del ejército egipcio queda vida al “Radamés” de Verdi, una ópera majestuosa que, como la mayoría de las óperas, termina horrible, cuatro horas después de haber empezado. (Ni idea si el nombre del protagonista tuvo algo que ver con el del nuevo juguete del excéntrico propietario del equipo AS Mónaco, quien en su lista de compras ya chuleó Skorpios, la isla de Aristóteles Onassis; el apartamento más caro de Nueva York; la mansión de Palm Beach de Donald Trump —el multimillonario aquel de Las Vegas, dueño de reinados de belleza y peleas de boxeo, que se hace la raya del copete desde la oreja para tapar los calvos—, y otros antojitos por el estilo). Y el único Falcao del que había oído se llama Paulo Roberto. Un exfutbolista brasilero —o futbolista, mi cultura de la cancha es precaria— infaltable en las listas de “los mejores” que llenan espacios radiales cada que se quedan sin tema los periodistas deportivos. Se apellida Falcao. (Y sí, gracias al poco convencionalismo que tenemos en Colombia para bautizar muchachitos, nada más fácil que un apellido ajeno para engalanar un original nombre de pila).
El hecho es que Radamel Falcao García nos ha hecho cantar goles como nunca antes. Con el Atlético de Madrid, campeón de la Copa del Rey —y de otras copas y supercopas—, muy a pesar de Cristiano Rolando —su Lex Luthor del Real Madrid—, lloriquetas, envidioso y metrosexual, nos ha hecho sentir la gloria y se ha vuelto objeto de deseo para los verdaderos dueños del balón, los de la billetera. Esperemos que su nuevo destino, lleno de brillos y biseles, no le enrede ni su pelo estirado ni sus extremidades privilegiadas. Sería un fuera de lugar insoportable. Sobre todo porque lo que más nos hace estirar nuca es que sea colombiano y, además, tenga la cabeza bien amoblada. Distinto a los que sabemos, que se dejaron emborrachar con el cuento de la fama, nos avergonzaron con sus escándalos y todavía sufren la resaca. (¿Qué será que se me viene a la cabeza un tal Faustino, por ejemplo?).
Por algo será que Jorge Valdano dice de nuestro Falcao: “El mercado tiene muy poquitos goleadores de su talla”; Marcelo Bielsa: “Tengo una opinión inmejorable de él, es un jugador fantástico”; Guardiola: “Es probablemente el mejor jugador de área del mundo”; y Adriana Mejía: “Me fascinás, Tigre. No importa que te llamés como te llamás, ni que te bañés en chocoliss”.
COPETE DE CREMA: ”El colombiano ejemplar” de History Channel, qué bodrio de programa. El presentador, los panelistas, los defensores de los finalistas, pésimos; la selección de los candidatos, traída de los cabellos: no eran todos los que estaban ni estaban todos los que eran; la recta final, dudosa: a Falcao, por ejemplo, lo sacó del área García Márquez en un corte de comerciales; la lavada de manos de El Espectador porque no le gustó el ganador, vergonzosa. Mejor dicho…