Alemania extrajo carbón durante siglos en el territorio del Ruhr, al noroccidente. Hoy es una zona densamente poblada que incluye tres ciudades que están prácticamente pegadas una a la otra. Un visitante ocasional puede pensar que fue posible rehabilitar una zona minera para la vida de millones de personas en condiciones dignas. Probablemente no se entere de que la intensa explotación del subsuelo generó que la tierra tenga una tendencia a hundirse. El gobierno alemán tiene que invertir 220 millones de euros al año para bombear agua de la región y evitar que sus habitantes (y toda la infraestructura) se inunden de agua.
Este es un ejemplo de impactos a perpetuidad de las operaciones mineras (que también pueden ocurrir en otras formas de explotación de la naturaleza). Se llaman así porque no cesan cuando se acaba la operación, pero tampoco en una escala humana, ni en una institucional. Así lo describe el geólogo Andrés Ángel en un documento publicado la semana pasada por la Fundación Heinrich Böll y AIDA. La mina Iron Mountain en Estados Unidos operó tan solo un par de décadas. Sin embargo, será necesario hacer tratamiento de aguas durante al menos dos mil años. ¿Qué institución ha durado tanto? Tal vez el papado católico, pero ni siquiera el imperio romano y mucho menos Estados Unidos, por no mencionar a la compañía que explotó la mina. Los impactos a perpetuidad, explica Ángel, son aquellos que van a persistir de manera indefinida, varias siglos o milenios y sobre los que no es posible resolver la incertidumbre de cuándo cesarán. Afectan la calidad del agua o que destruyen o afectan de forma irreversible componentes del paisaje como ríos, montañas o valles. Alemania, por ahora, tiene los recursos para bombear el agua de ahí, pero ¿Existirá este país en 1000 años? ¿Será próspero entonces?
En Colombia, los impactos a perpetuidad no están regulados,
a lo sumo, las empresas hacer un plan de cierre y abandono de las minas
y mantener vigente su póliza ambiental tres años después de irse
Por otro lado, hay que preguntarse sobre este tipo de impactos en países que no son ricos, como el nuestro. En Colombia, los impactos a perpetuidad no están regulados, ni siquiera lo están los pasivos ambientales. A lo sumo, existe una obligación de hacer un plan de cierre y abandono de las minas que en realidad es una ventana de tiempo muy corta para adornar el paisaje y las empresas tienen que mantener vigente su póliza ambiental durante tres años después de irse. Según un robusto informe de la Contraloría sobre minería, el Cerrejón genera 17.7 toneladas de desechos de roca por tonelada de carbón. Remover la roca del subsuelo y exponerla a la intemperie desata unos procesos químicos que tienen el potencial de acidificar el agua para siempre. Esta empresa tiene previsto cerrar sus operaciones en el año 2034. En su informe de sostenibilidad de 2017, sin embargo, plantea una fórmula perturbadora: cierre intempestivo anterior a la fecha planeada por restricciones varias, entre ellas, financieras. ¿Qué quiere decir? Si se quiebra, ¿se puede ir sin cumplir el plan de cierre o sostener la ínfima póliza ambiental? Y si el principal activo de una compañía minera es la mina y esta se agota, ¿cómo responde por los daños en el futuro? Esta última pregunta, aunque obvia, es ingenua. La normatividad en Colombia no la obliga a responder por los daños y las autoridades a duras penas monitorean los impactos.
Sin normatividad fuerte, con mecanismos de participación debilitados y sin estudios profundos y serios se va condenando al país a probables impactos a perpetuidad. Dos ejemplos impulsados por el gobierno actual: la ministra de Minas y muchas petroleras celebran la posibilidad de hacer pilotos de fracking con fines investigativos. Dicen que por fin será la ciencia y no los prejuicios y la ideología la que demuestre su inocuidad. Sin embargo, omiten hacer la salvedad que los impactos a perpetuidad se desarrollan a un ritmo lento y claramente no al compás del afán y la avidez de sus defensores, los inversionistas y tantas empresas proveedoras que por ahí proyectan sus negocios. Colombia tal vez ganará un par de lustros de reservas, pero a costa de probables impactos para siempre. Por otro lado, es inaudito que el gobierno delegue a Alberto Carrasquilla como ministro de Ambiente ad hoc para emitir un concepto técnico vinculante dentro del licenciamiento ambiental de minería de oro en las inmediaciones del páramo Santurbán. Carrasquilla está ungido por el presidente mismo y su peso político es incuestionable. Nada parece indicar que sus preocupaciones, conocimientos y experiencia giren en torno a los impactos a perpetuidad sobre la acidez, por ejemplo, de las aguas en los Santanderes. Esta designación muestra de nuevo la visión cortoplacista, rica en los dogmas de ideología neoliberal, pero mediocre en la complejidad de las leyes naturales y, sobre todo, mezquina con el bienestar de la gente de hoy y de los próximos siglos, por no hablar de la indolencia absoluta con la naturaleza.