A punta de trinos, memes, haz click acá, de engarzarnos en cuanta opinión nos parezca afín o contraria a la propia, de pararle bolas a cuanta publicidad aparece en el celular o en la tableta, de reenviar cuanto contenido nos parezca apropiado, de burlarnos del prójimo o de contribuir a destruirlo, estamos perdiendo la batalla de la atención. La estamos regalando a terceros por trivialidades, atentando contra lo que nos queda de nuestra ya escasa capacidad de concentración. Desperdiciamos tiempo valioso que podríamos dedicar a lo que nos gusta y también a lo que tenemos que hacer, sea de trabajo o de estudio.
Las tecnologías de la información, cómo no, son una revolución. Con ellas podemos aprender los que nos venga en gana, opinar y proponer, crear empresa, mover temas de medio ambiente, protestar, entre muchos usos. También podemos tirar el tiempo a la basura.
“Concéntrate”, “pon atención”, son dos de las frases más frecuentes que padres o maestros dirigen a niños pequeños en clase, virtual o presencial, tan dispuestos a cambiar el foco de lo que están haciendo, saltando con su mente de un lado para otro, colgándose de la menor distracción. “Si no pones atención, no aprenderás nada”. Se salvan los profes que, mediante el juego y la innovación, consiguen capturar la atención de los chiquitines. Una buena causa para robar la atención.
Sería injusto que los adultos vieran el peligro de la falta de atención en el mundo de los pequeños. En su vida cotidiana, minuto a minuto, los adultos caen en mil y una distracciones, interrumpiendo cualquier tarea que hayan emprendido. ¿Cuántas veces al día, a punta de adicción, como la de los antiguos fumadores buscando colillas hediondas de cigarrillo para darse una aspirada, se abre el ícono de whatsapp a ver qué ha pasado por ahí?
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¿Cuántas veces al día, a punta de adicción, como la de los antiguos fumadores buscando colillas hediondas de cigarrillo , se abre el ícono de whatsapp a ver qué ha pasado por ahí?
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Estamos viviendo una época sin precedentes en la historia de la humanidad, en la que conviven dos fenómenos. Por un lado, gracias a la revolución de las tecnologías de la información, disponemos de una cantidad enorme de datos a nuestro alcance, los que queramos en el tema que deseemos, incluyendo aquella información que nos llega sin que la busquemos; contamos, así mismo, con la extraordinaria posibilidad de interactuar con el mundo, de opinar, armar cuentos, buscar relevancia. Por otro, vaya paradoja, seres tan informados como los conectados de hoy, por el mal uso que hacemos de las tecnologías, nos estamos convirtiendo en entes incapaces de concentrarnos, de poner atención a lo que, supuestamente, nos interesa, incluyendo nuestros deberes.
En el mundo de las redes sociales, del mercadeo digital, de la política de los eslóganes simples, de la invención de nuevas verdades y la destrucción de la reputación de los adversarios, la batalla por nuestra atención es una campaña que, efectivamemente, da poder a quienes logran capturarla. Poder económico, poder político. Es una pugna de todos las horas, minutos y segundos de nuestra vida actual en la que la inmensa mayoría de nosotros, los conectados, sin darnos cuenta, caemos y concedemos, regalamos, sin retribución, pedazos de nuestra atención a terceros. No sería nada grave de no ser por las consecuencias: más atención a trivialidades representa menos tiempo para lo que nos debiera importar.
El mercadeo digital es inmisericorde. Es tanta la información que se tiene acerca de nuestros hábitos que, finalmente, nos agrada que nos ofrezcan el libro tal o la hamburguesa aquella en el momento preciso en el lugar apropiado. Los algoritmos permitirán pronto identificar nuestros estados de ánimo y hacernos la oferta correspondiente en el momento oportuno.
Las redes sociales, los buscadores de influencia, se mueven a machetazo limpio. Ley de la selva: la magnitud de nuestra atención se mide en el número de seguidores, de reproducciones, comentarios. “Sígueme, que yo te sigo”. ¿Hay que hacer algo extravagante? Hay iniciativas que nos cautivan, hay otras que buscan la ampliación de la influencia de fulana, destruyendo una estación de Transmilenio. Actos vandálicos que terminamos, de una u otra manera, viendo.
Confieso que caigo a diario, no sé por cuánto tiempo, en involuntarias trampas que la iniciativa popular digital nos pone al alcance den las redes, dependiendo de la coyuntura. Una de las últimas, a raíz del fallecimiento del ministro de la Defensa, fue la del ya famoso presidencial “así lo querí”. A cualquiera le puede pasar; no obstante, reí a mandíbula batiente con no sé cuántos memes, cada uno con decenas de miles de reproducciones. Pedazos de nuestra atención regalados.
Y en política, ni se diga. Nada mejor que la captura de atención con fórmulas simples, las que fabrican enemigos y estados de ánimo. Imposible el tremendo triunfo del bárbaro de Trump y sus 75 millones de votos en noviembre pasado sin sus casi 90 millones de seguidores en twitter, imposible la movilización de los grupos de extrema derecha hacia el capitolio gringo, de lo cual se sienten orgullosos, sin las redes. El espejo está en todas partes. Gente educada que cree, en Alemania, que el cuento del coronavirus es el resultado de una conspiración y que se niega al uso del tapabocas. O acá, en el proceso de “emberracar” a los votantes por el No en el plebiscito del 2016. O en las “bodegas”, de derecha o izquierda, para descuartizar lo que se les atraviese.
Las tecnologías de la información y las comunicaciones son una maravilla. Podemos ir a la universidad que queramos tomando cursos gratuitos abiertos en línea, usarlas para aprender durante toda una vida, participar en las causas que nos parezcan afines a nuestros principios, divertirnos. Para ello, necesitamos tiempo y un mínimo de concentración. Hay que estar atentos, entonces, aprovecharlas dejando de regalar nuestra atención a terceros que sí se benefician con creces.