Hace días fuimos vapuleados una vez más con la noticia de que un comando mercenario de colombianos asesinó al presidente de Haití, Moïse. El hecho ha dado para todo. De dientes para fuera se ha condenado el magnicidio, mientras por otros canales se ha buscado minimizar la gravedad del asunto y de justificar con toda clase de subterfugios a los implicados.
El incidente tal vez no fuera tan vergonzante, sino es porque pone de presente algo infame en la cultura colombiana: cierta disposición para cometer las faltas más abyectas y canallas y luego querer pasarlas como si nada. A muchos, aparte de que lo ignorarán, les resbalará que nos hemos convertido en una despensa de guerreros patriotas internacionalistas y mercenarios: ya antes hemos tenido a colombianos en Corea, en Afganistán, en Oriente Medio e Irak. Y ahora reclutamos militares a sueldo para cumplir encargos de muerte a cuanta mafia política o aristócrata le incomoden gobernantes o líderes en el exterior, o en nuestro mismo suelo. Todo sin el más mínimo recato y consideración humana.
Pero ya en el pasado también hemos dado muestras de una condición desvergonzada sin par. Despedimos el siglo XIX y saludamos el XX con una guerra de cuya ruina y muerte, el hecho más traumático fue en 1903 con la separación de Panamá, bajo el auspicio y complicidad de los gobernantes de Estados Unidos. Pataleamos un poquito y para silenciar nuestra pobrísima dignidad nos compraron la separación del país por 25 millones de dólares de la época. Ese fue el precio de nuestra humillación y falta de vergüenza.
Pero vaya paradoja, también desde allí viene parte de nuestro filoamericanismo a ultranza. Colombia parece ser de los pocos países, sino el único, que de la decisión de instigar a una parte de sus conciudadanos a separarse de su nación, aquel que los apoyó convierte a la nación ultrajada en un socio incondicional y obsecuente.
Eso explica que buena parte de nuestra relación con el exterior durante el siglo XX sea la historia de nuestra relación de subordinación con los Estados Unidos y que nuestra relación con el continente se mantenga bajo ese signo. Por eso, en los años 80 del siglo anterior, mientras muchas naciones de la región declararon la moratoria del pago de la deuda externa, Colombia fue de los pocos países importantes que obediente y servil siguió pagando cumplidamente a la banca mundial. Y poco antes, no tuvimos empacho alguno en dar la espalda a la Argentina en la llamada guerra de Las Malvinas contra Inglaterra, episodio del cual nos graduaron, con justicia, como el Caín de América.
Por lo regular, Colombia juega en la región y en el mundo con las cartas que le muestran los Estados Unidos, un hecho que puede verse, desde luego, también en otras naciones de la región, pero no con ese servilismo y lambonería que solemos exhibir en Colombia. Ese filoamericanismo es más fuerte que nuestro latinoamericanismo que, a la larga, hay que decirlo también, no es más que un espejismo y una fábula romántica de nuestra región porque en él tampoco hay esa tal hermandad y filiación como solemos creer.
No extraña entonces que un comando mercenario de colombianos vaya a otra nación y cometa el crimen atroz de un presidente para hacerle un favor a ciertos grupos políticos de ese país, pero también como parece ser (y no tiene de nada de raro), porque se buscaba defender intereses económicos de empresarios y de una clase política de Estados Unidos con privilegios en Haití. Nada nuevo en ese sentido. Como tampoco lo debería ser que colombianos o latinoamericanos en general, se conviertan en verdugos de sus propios pueblos para favorecer el filoamericanismo de cierta cultura servil que anida en Colombia y Latinoamérica.
No hay más que ver a los colombianos, y en general a los latinos que viven sobre todo en Miami, para apreciar ese espectáculo triste de filoamericanismo barato y de desprecio por las fortalezas de la cultura de nuestros pueblos, una cultura que desde luego se celebra para no posar de antipatriotas, pero que cuando regresan a Colombia o sus naciones, no pasa de ser poca cosa comparada con la grandiosidad y la monumentalidad que vivencian del modo de vida americano.
Muchos condenan ahora lo que pasa en Cuba, Nicaragua o Venezuela porque sus gobiernos se reclaman como no capitalistas y porque no ofrecen soluciones básicas a su población. Por el contrario, se celebra que en nuestro país y los países amigos de Estados Unidos haya capitalismo, democracia y libertad. Pero vistos a apreciar de qué es lo que nos enorgullecemos, la verdad es que nuestros países viven siempre a la caza de qué es lo que les facilita la relación con los Estados Unidos.
En Colombia y la región cuando llega un vehículo nuevo y sofisticado pocos se preguntan cómo hacer para fabricar uno propio, igual o parecido. En cambio, lo que se preguntan en los sectores pudientes es cuánto vale y cómo es el negocio para poseer uno. Con otros inventos tecnológicos sucede algo parecido: nunca nos preguntamos cómo crear un computador o máquinas eléctricas, sino que siempre nos preocupa es cómo adquirirlos, cómo comprarlos.
Por eso no debería sorprendernos mucho que unos mercenarios colombianos vayan a otro país y maten a su presidente. Lo que sí sorprende es la poca vergüenza que tenemos como nación. Finalmente, la pobreza y la falta de libertades o de democracia solo parece que nos interesa en Cuba, Nicaragua o Venezuela, país este último donde en medio de la hambruna y el desespero que padecen, ya muchos habitantes decidieron que no se aplicarán la única vacuna hasta ahora posible en Latinoamérica: la Abdala de Cuba, el país pobre no capitalista que muchos rechazan. Una prueba más de nuestros complejos de latinos y la poca valía que como naciones en verdad nos damos. Lo demás es el sueño americano que han encontrado muchos colombianos y habitantes de nuestras naciones, que se ve pobremente representado en esa plástica Miami que muchos colombianos y latinos ensalzan, pero donde las huellas de sus cirugías son visibles si sabes mirar bien. Una ciudad donde es visible la falta de dignidad de muchos colombianos y, por supuesto, ese filoamericanismo ingenuo que nos ha hecho una nación sin vergüenza y un continente de poca o dudosa vergüenza. Tampoco extraña por eso que ya nuestras fechas patrias despierten poco entusiasmo. No es para menos.