El siguiente texto fue publicado por el periodista Carlos Mauricio Vega en El Espectador recordando a su amigo y colega en la Revista Cromos.
El adiós a Nicolás Suescún
“El retorno a casa”, “El último escalón”, “Oniromanía” y “El extraño y otros cuentos” fueron algunas de las publicaciones de este poeta, traductor, profesor, periodista y diseñador gráfico que murió el viernes en Bogotá.
Se fue Nicolás Suescún, mi paciente compañero de oficina en Cromos, amigo y maestro de la época en la que yo escribía crónicas locas y él traducía, traducía, traducía... y muchas veces se quedaba mirando al vacío, inmóvil, mientras el cigarrillo le quemaba los nudillos y él esperaba que a sus ojos claros llegara la idea precisa.
Su escritorio era una montaña llena de misteriosos estratos y vetas diversas: desde despachos de agencias de prensa y decenas de fotografías cuyas leyendas había que verter al español, hasta artículos del Spiegel o del New Yorker con cuyos insumos elaboraba Nicolás vibrantes versiones sobre temas de actualidad en minutos.
Tradujo de todo: desde y hacia el inglés y el francés, desde Rimbaud hasta el más humilde periodista, y en el entretanto producía sus poemas y cuentos, redondos y breves como textos de Rulfo. Me abrió la mente a la poesía contemporánea y al mundo de la crítica literaria que ejercía el grupo de la revista Eco, editada bajo el auspicio del librero Buchholz y al lado de gentes como Hernando Valencia Goelkel, Ernesto Volkening y Juan Gustavo Cobo.
Andando el tiempo, descubrí que era de él la magnífica versión en castellano de One River que circula entre nosotros. De él me dijo Wade Davis (a quien entrevisté para un perfil de próxima aparición), que al traducirlo, El Río se había convertido en una obra más de Nicolás que de Wade. “Se apropió de tal manera del texto que al leerlo en español me parece magnífico y ajeno y muchas veces necesito de un buen traductor para entenderme”.
Dos poemas para recordar a Nicolás Suescún
No depende de mí
No depende de mí.
Es algo que se contrae y se expande
sin que yo pueda hacer algo al respecto.
Sin embargo,
me han aconsejado que sea prudente,
que reconozca mi impotencia en esta materia.
No depende de mí,
pero siento en el fondo que debo hacer algo, aunque no resuelva ni siquiera el problema de la identidad del desconocido que no quiso participar en esta tarea que me he impuesto, sin saber muy bien de qué se trata, como si me la hubieran dictado en un sueño que he olvidado.
No depende de mí,
sino de algo que me mueve y me lleva
más allá de lo razonable y lo sensato,
quizás más allá de la locura,
en un punto donde ésta da la vuelta
y llega —¡oh, milagro!— a la suprema cordura, donde la emoción y la razón son una y la misma cosa.
No depende de mí,
porque nada de lo que he escrito
ha sido razonado, pensado, planeado,
o hecho con alguna intención
que no sea el acto mismo de escribir
lo que siento muy hondo, muy hondo.
No, no depende de mí.
El filósofo
¿Está el filósofo en la foto
en blanco y negro
contra un fondo de árboles
con grandes flores blancas,
o bajo un cielo poblado
de enormes estrellas?
¿Y está él iluminado,
muy blanca su camisa
y su mata de pelo,
por el sol, o bajo la luz,
muy blanca, de la luna?
¿Y qué está explicando
con esa mano fuerte, levantada?
¿Acaso que la realidad
tiene dos o más explicaciones
pero es una misma realidad?
Pues solo la foto, y él la explica
sin darse cuenta
—su trabajo es explicar
incansablemente
el ser y el mundo—
nos demuestra
que la luz de la luna
es la misma —reflejada—
luz del sol, que la ilumina.