Hace un poco más de 70 años, en las páginas de El Universal de Cartagena, el joven Gabriel García Márquez, contaba la breve historia de un viaje en bus por los pueblos de la costa, y que tenía como personaje principal a una hermosa y vanidosa negra de “boca redonda y maciza, llena de una madurez frutal”. Dicha imagen, se alejaba de los estereotipos de esa época para detenerse en una belleza inusual que se defendía a sí misma con cierta alevosía muda: una presencia “con una lejanía interior orillada casi con la tristeza”. Como es bien sabido, es costumbre invisible en los territorios caribeños, que las coincidencias resistan al tiempo y se unan entre sí como alguna clase de constelación fija. En este caso, las palabras del escritor, parecían describir -por algún azar- a la misma negra que en noviembre de 2013, apareció en un inmenso mural en el sector céntrico de Cartagena, conocido como La Matuna. Una imagen elevada a más de 40 metros de altura, que se podía ver desde distintos lugares de la ciudad. Por años, el mural se convirtió en un lugar de reflexión, consideración y tránsito de cientos de miles de cartageneros y turistas.
No obstante, como en el cuento, la imagen del mural era mucho más que una imagen: era una frontera entre lo que decimos ser y lo que somos. “Prisma Afro” (tal y como fue bautizada por sus autores) reflejaba una realidad desconocida -muchas veces de forma deliberada- por cierta historia oficial: la cuantiosa importancia de la herencia negra en la edificación de los cimientos de Cartagena y de Colombia. Muchos son los monumentos de los sectores históricos de nuestras ciudades que solo cuentan una versión de nuestra identidad -curiosamente- alejada del arrabal, del pregón y los pies desnudos de los afro, los indígenas y los mestizos; un relato que de paso, permanece silencioso e indiferente ante el espectáculo de la cotidianidad del barrio y sus protagonistas del común. Ese universo de ventanas entreabiertas que vemos todos los días pero en el que jamás reparamos; esas imágenes inobservadas que se quedan sin pedestal o plaza de recreo. Por alguna extraña razón, palidecemos ante lo ajeno, lo lejano y lo envejecido, mientras olvidamos -heridos de ingratitud- celebrar y consagrar lo nuestro y a nosotros.
La ciudad indomable de la mano diestra de esos escurridizos
que llaman artistas urbanos,
se permite darnos coordenadas e instrucciones para poder adentrarnos,
en ese laberinto indescifrable de lo que, a secas, somos
Por supuesto que no se trata de un asunto sin importancia. Las formas de representación de la realidad en una sociedad (llámense pintura, escultura, teatro, o literatura) al reiterarse y reconocerse como legítimas, instituyen la memoria colectiva de los pueblos, y así, determinan lo que merece ser objeto de olvido o suscrito como recuerdo. Recordar es dotar de sentido; recrear imágenes que encarnen nuestro origen diverso; una suma equilibrada entre el negro y el blanco, que nos convoca a pensar en la inmensidad del horizonte que nos constituye: los miles de paraísos de los que fuimos expulsados.
Recordar es aprender a navegar en el tiempo. Sin memoria, los días pasan invisibles y sus lecciones se transforman en simples rumores. La conciencia se arruga y anquilosa, impidiendo de esa forma nuestra vocación natural hacia la comprensión del mundo. Por ahora, el mural de la negra le dice adiós a Cartagena y a Colombia. Los rigores del tiempo y la imperceptible sal del viento, luego de más de seis años, la convirtieron en una imagen hecha con arenas de colores; y aunque el monumento parece desaparecer, el deterioro de sus trazos contiene una pertinaz moraleja: a más olvido, más extravío, a más ausencia, más silencio. Con un adiós detenido la mujer inmensa empieza a despedirse con sus últimos alientos, aunque la consuela saber que cada vez que en una pared aparece una negra, un indígena o una familia de mestizos, la ciudad indomable de la mano diestra de esos escurridizos, que llaman artistas urbanos, se permite darnos coordenadas e instrucciones para poder adentrarnos, sin correr riesgos absolutos, en ese laberinto indescifrable de lo que, a secas, somos.
La verdad siempre tendrá una segunda oportunidad en esta tierra.