La primera vez que lo vi estaba fumando y la última vez acababa de encender un cigarrillo con lo que le quedaba del que había botado. Me llevó el periódico La Piragua a la casa de del barrio La Pradera (Montería) y me dejó el libro El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. Luego no volvía a saber de él. Alguien me dijo que vivía en una residencia del centro de la ciudad. Sí, la primera vez que lo vi estaba tomando tinto y fumándose un pielroja a las cinco de la tarde en la cafetería que para entonces tenía Lucho Guzmán Dumet diagonal al parque Laureano Gómez de Montería. Yo estaba recién graduado de periodista, y la prevención de los autodidactas o empíricos hacia quienes acabábamos de llegar con diploma de comunicador social-periodista era implacable. Era la época en la que ni siquiera el Icfes tenía muy claro la diferencia entre comunicación social y periodismo.
La cafetería de Lucho Guzmán era por esa época el sitio de reunión de muchas personas: políticos, intelectuales, funcionarios públicos, dirigentes comunales, comerciantes, abogados, periodistas. Estos últimos llegaban a las cinco de la tarde a comentar los sucesos e intercambiar las noticias de la tarde para las emisiones del día siguiente. Yo llegaba casi tímidamente para no generar distanciamientos con los colegas empíricos, sino, por el contrario, buscar acercarme a ellos. Una de esas tardes Adolfo Berrocal Ruiz o El Fito Berrocal, como siempre le decíamos sus amigos, me vio entrar en silencio. Me siguió de lado con la mirada hasta que tomé asiento en una silla de la mesa contigua. Me miró y me reparó de pies a cabeza como queriéndome preguntar algo. “Entonces tú eres el nieto de Horacio Guzmán Mendoza, el sobrino de Judith Guzmán de Canabal?”. Le confirmé con un movimiento de cabeza. “Entonces si sales mal periodista es porque quieres, porque herencia es la que te corren por las venas”. Me le acerqué y me empezó hablar de mi abuelo, hablaba mientras iba articulando la historia de mi familia con la del Periódico El Deber, que había fundado mi abuelo en los años 40, y entretejiendo cada dato con la historia de la ciudad, del departamento, de los hechos y el contexto histórico en el que acontecían. Me hablaba mientras tomaba tinto y descifraba un crucigrama. “Tu abuelo era un godo de los buenos”. Fue la primera vez que escuché esa expresión.
Desde aquella primera conversación tuve la impresión que el Fito Berrocal tenía una propensión hacia la polémica sana y culta. Un periodista que dudaba de todo y que le ponía énfasis a cada una de sus palabras. Con él se podían pasar horas hablando de todo, desde la diáspora del franquismo hasta la historia fantástica de María Varilla y la rebeldía épica del El Boche; desde la mayéutica de Sócrates hasta la dialéctica histórica del marxismo. Tenía al departamento de Córdoba en la cabeza y conocía a Montería palmo a palmo. En una ocasión me describió magistralmente la forma en que los antioqueños se habían apoderado del comercio, de las fincas y haciendas de Montería y Córdoba. Era un periodista de radio pero igualmente escribía noticias y crónicas en las que mostraba una realidad muy distinta a las que propagaban y publicaban los otros noticieros y periódicos. Cada información en cualquiera de sus géneros tenía su tono, su ritmo, su color, en fin, su sello personal. No le temía a nada. En una ocasión en Montería se llegó a decir que atentarían contra él. En un puesto de venta de periódicos y revistas le pregunté qué tan cierto era que lo habían amenazado. “Muy cierto me dijo, pero el paramilitar que iba a dar la orden para asesinarme fue abordado por otro aún más pudiente, y quien me admiraba: “Tu que tocas al Fito Berrocal y personalmente te doy un tiro”, me contó. Desde entonces cesaron las amenazas.
El “Fito” Berrocal simpatizaba con la izquierda pera era un liberal en todo el sentido de la palabra. Su ideología le había ganado la admiración de doña Magola Gómez Pérez y de su hijo Rafael Gómez Gómez propietarios de la Voz de Montería y del diario La Piragua, con quienes mantuvo una amistad sincera e incondicional. En sus comentarios se identificaba como “un hombre sin importancia” y en el diario se firmaba como Uriarte de Tenerife, manejaba magistralmente la ironía y el sarcasmo. Los suyos eran trabajos con fundamentación teórica y retocados con la vida cotidiana. Ahora que ha muerto de un cáncer invasor y destructor, solo ahora que lo evoco, pienso que El Fito Berrocal era nuestro Muckraker criollo, es decir, encarnaba aquellos periodistas norteamericanos de sombrero, cigarrillo, tinto, máquina de escribir, mesa y silla de madera, que a hacia 1905 se dedicaban a denunciar públicamente los hechos de corrupción de la administración pública, la explotación laboral y los actos inmorales de los funcionarios norteamericanos. Ahora que ha muerto pienso que El Fito Berrocal encarnaba quizá lo mejor del periodismo en Córdoba y el Caribe. A su familia mis más sentidas condolencias.