Aún hay sobrevivientes de aquello que me atrevo a llamar "izquierda triste". Antiguos y antiguas militantes de las mil y una sectas izquierdistas que pulularon después del medio siglo XX en Colombia como iglesias, con reglamentos, actitudes, lecturas e ideas inflexibles.
Maoístas, Moiristas, Juquistas, Troskistas, Leninistas, Stalinistas (incluso) que, pasado el tiempo de la Guerra Fría y cuando todo se derrumbó –como diría el cantante–, buscaron refugio, más allá de la academia y de la militancia explícita o implícita desde sus cargos públicos o privados, en otras quizá más cómodas versiones de sí mismos.
Andrés Caicedo retrató en 'Que viva la música' a los marxistas ortodoxos, siempre vestidos de pantalón caqui, con botas punteras, encorvados ante 'El Capital'. Más allá de la metáfora, estos entregaron sus alicaídas banderas y optaron incluso por odiar lo que antes veneraron.
Algunos, algunas se convirtieron en lo que nunca pensaron ser: burócratas al servicio del indolente y feroz "Capitalismo". Se fueron lanza en ristre contra el "compañero de viaje" y terminaron callando, tristes, arrinconados en un lugar aún más triste, rumiando sueños pasados, utopías que la amargura se llevó.
Pues bien: aquella "izquierda triste", créanme, es la que ha callado subrepticiamente respecto al triunfo del nuevo gobierno en Colombia. Se trata, más que de un silencio prudente, un silencio resentido. Un silencio que incluso abraza el sentimiento de la ultraderecha en Colombia, es decir, que todo vaya mal para que a sus pronósticos apocalípticos les vaya bien.
A esa "Izquierda Triste" también hay que decirle Chao.