Cuando lo vi —por primera y única vez— no pudo terminar el concierto. La altura de Bogotá y la factura que le está cobrando una vida de excesos se lo impidieron. Cantó un par de canciones con la voz de piel de lagarto de siempre y se fue. No sin antes disculparse. Es un hombre de buenas maneras. Franco y valiente. Bien vivido y bien bebido como decía su amiga Chavela Vargas. Pero Sabina ya llevaba tiempo conmigo. Me ha sabido acompañar entre los años —ya lejanos— que parecieron noches cortas. Como cuando abandoné a una mujer buena por ser tan buena y excusé este atrevimiento con esa balada cínica y cruel que es Contigo. O como cuando vivía desquiciado por la idea del amor y no por su sustancia y me derribó la tristeza y el dolor de una cubana que todo lo había visto. La Magdalena de Centro Habana. Por eso cuando Catalina me envío el enlace de Un último vals me dolió el pecho al enterarme que empezó a despedirse. Sabina ha envejecido y ha sabido hacer envejecer a sus canciones. Es posible que en eso consista su sabiduría: acoger el tiempo que pasó y el tiempo que queda. Sea poco o mucho. Un estribillo del vals me quedó sonando “cuando solo esté de moda / si me caigo otra vez del escenario”. Recién hablaba por estos días de cómo las caídas abaten a los ancianos; cuando el final se asoma con tropiezos y resbalones. Caderas rotas e irreparables. Quizás me equivoqué y las caídas más que un anuncio fatal sean las coordenadas de los pasos viejos: una forma radical de obligar a reducir la velocidad y acompasarse con el presente. La última marcha. La verdadera. Cada paso cuenta, uno tras otro. La vejez pareciera ser entonces una prueba de quietud y atención. Y por eso esos ancianos que miran y miran por las ventanas que dan a la calle y así entretienen sus días. Mecen mañanas y tardes con el vaivén de lo que seguirá sucediendo cuando se parte. Por eso miran y miran. Un ejercicio de memoria. Acabo de decir, para consolar una ausencia dolorosa, que la materia del alma es el impulso eléctrico que causa el recuerdo. Y el haber del alma —su riqueza— solo sea posible cuando recordamos a los que parten. Acumular recuerdos de la gente amada. Por eso me emocionó ver el video musical de esa última canción (que con seguridad no lo será). Una película breve y maravillosa con un guion de una línea: Sabina solo en un bar al que empiezan a llegar amigos y familiares a compartir un trago y la música con él. Lo entendió —casi— todo. Al final lo que importa es despedirse con todos los que nos quisieron y quisimos. Ver la cara de un ocaso con las luces prometidas de un alba que quién sabe si llegará. La luz que traen todos aquellos que fueron algo para cada quien. El colofón precioso de seguir queriendo y agradeciendo a los demás. El triunfo de la vida consiste en la amistad y el amor conjugados. Tener alguno que nos levante del piso. Alguna que sepa que en la siguiente alameda nos caeremos. Y nos apriete fuerte del antebrazo. Así no sirva de nada.
Adiós a Sabina
Sabina ha envejecido y ha sabido hacer envejecer a sus canciones. Es posible que en eso consista su sabiduría: acoger el tiempo que pasó y el tiempo que queda
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