Suena obvio y lo es. Las relaciones humanas se constituyen a partir de dos posibilidades: el acuerdo y el desacuerdo. Aunque ambas se presentan tanto en la vida privada como en la vida pública, es en esta última donde dichas relaciones se manifiestan de formas más tangibles, aleatorias y sorprendentes. Es en nuestra vida pública donde coincidimos o no, menos y más, con ese espejo infinito que son los extraños.
En Colombia, podría decirse que la costumbre colectiva nos inclina al desacuerdo. Por nuestra desafortunada incapacidad de concebir, aceptar y atender los pactos (tácitos y expresos) nos vemos abocados a vivir en un solo extremo de las posibilidades de la vida en sociedad. Al ser nuestra mayor fijación el incumplimiento de lo acordado, no nos queda más que estrellarnos con el otro. Somos una avenida de alta velocidad pero con un solo carril. Somos lo inevitable.
Además, dicha realidad se agrava al solo contar (en la mayoría de las ocasiones) con una forma (la más primitiva posible) para enfrentar dicha condición: la violencia. Nuestro llover sobre mojado. Todo un desperdicio, teniendo en cuenta que cada desacuerdo encarna un diálogo probable. Si supiéramos construir (en vez de destruir) cada vez que se presenta un conflicto, muchas de nuestras carencias como sociedad hubiesen quedado atrás. Sin embargo, y por si fuera poco, en la actualidad existe una dificultad aún más penosa. Un problema disfrazado de solución que rebasa, en sus consecuencias sociales, al desacuerdo destructivo. Un pacto problemático que abunda sin ser detectado: la indiferencia.
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Si supiéramos construir (en vez de destruir) cada vez que se presenta un conflicto, muchas de nuestras carencias como sociedad hubiesen quedado atrás
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En otras palabras, cuando el otro y su universo (repleto de intereses, opiniones y particularidades) es inobservado y desatendido, se pierde la oportunidad de concebir la experiencia humana de maneras mucho más comprensivas. Anular como efecto de invisibilizar. El otro se convierte en una posibilidad lejana; una presencia innecesaria y pasajera. La indiferencia, mitad actitud, mitad decisión, fractura gravemente la composición original de una sociedad; al impedir la intersección de intereses, la formación de alianzas y la fijación de límites. (Eso que llaman -hasta la saciedad- el tejido social). No se puede tejer si los hilos no se encuentran.
No obstante, al parecer la solución a esa indiferencia está -literalmente- a la vuelta de la esquina, y en una forma bastante elemental: la presencia del pensamiento ajeno y sus rastros, sus sombras y sus huellas. El susurro (o el grito) detenido en una pared: los grafitis. En efecto todas las formas, trazos, imágenes, sin importar su cualidad o calidad, son breves recordatorios del otro. Todos los grafitis del mundo formulan una verdad que olvidamos con facilidad: no estamos solos en esta tierra.
Además, parece curioso que a mayor indiferencia en una sociedad, mayor número de grafitis. De ahí su relevancia y pertinencia. (De ahí también sus enemigos). El grafiti es un cuento breve en que el moribundo recuerda estar vivo por la picadura de un zancudo. La alarma que nos permite -e impone- considerar que hay un mundo más allá de nosotros mismos. Pintar la calle es una forma de gravedad. Un chasquido que nos despierta de la hipnosis. Un frenazo que nos empuja hacia adelante.
@CamiloFidel