Una vez más, se prendió la discusión social sobre el tema del aborto. Y no es para menos. Seguirá prendiéndose, cada cierto tiempo y sin cesar, porque toca con fibras morales de una profundidad extraordinaria.
En esta oportunidad la chispa brincó desde el aborto de Juan Sebastián, una criatura que ya había superado los siete meses de vida, a tan solo dos de haber podido nacer sano, con una vida por delante, como en todos nosotros, mientras la incertidumbre continúe sorteando sus batallas sobre la fatalidad.
Otra vez hemos visto la erupción de pasiones y argumentos que suelen alcanzar los oídos sordos de sus contradictores. En estas controversias éticas casi nunca alcanzan los escasos acumulados de madurez de nuestra sociedad, menos aun cuando los medios de comunicación y los activistas posmodernos sustituyeron el debate social por verdaderos circos romanos que tienen a las ideologías por leones y a los fetos por cristianos.
Esta es una discusión que no tendrá fin. Por su naturaleza y por el momento histórico que vivimos no se trata de ponerle fin pero sí de darle una solución social, o por lo menos el mejor trámite social posible.
En este artículo no tiene sentido insistir, una vez más, en los argumentos de quienes estamos convencidos de que debemos defender la vida de los más débiles por encima de cualquier consideración, por más “políticamente correcta” que quieran presentárnosla. Tengo la absoluta certidumbre de que nunca podremos convencer a nuestros contradictores ni ellos podrán convencernos a nosotros.
Y esto no debe ni desesperarnos ni desesperarlos. Se trata simplemente de reconocer que existen temas sobre los que nunca lograremos amplios consensos y debemos aprender a vivir sin ellos mientras el tiempo y sus dolores van haciendo lo que la conciencia humana no ha podido hasta ahora.
Entre otras cosas para eso, para aprender a tramitar civilizadamente las contradicciones, está hecha la democracia.
Hemos dejado caer estos temas en la aridez de los legalismos, como si el problema se resolviera por la vía de legalizarlos o penalizarlos. Por lo menos en nuestro país, estoy convencido de que la decisión de un aborto hoy no pasa por la consideración de si es legal o no. Los poderes en Colombia han venido adhiriendo al abortismo, a tal punto, que han llegado a estimular sus campañas y prácticas sin la menor consideración de si es ilegal o no, de si tiene límites o no. Es la primera vez que veo que se admite, desde el Estado mismo, que conviertan por arte de magia un delito en un derecho.
Estoy convencido de que estamos parados frente a un problema de legitimidad mucho más que de legalidad. Y estamos enredados porque creemos que debemos seguir regateándole incisos y comas a una Corte Constitucional que no alcanza a incorporar en su propia legitimidad la credibilidad y la reprentatividad de nuestra nación.
Es decir que, como sociedad, estamos parados frente a un problema político y no frente a un problema jurídico. Y en una democracia, los problemas políticos no los resuelven los jueces sino los ciudadanos acudiendo, precisamente, a su arsenal de herramientas de la democracia.
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La consulta popular es la herramienta pertinente si queremos optar por la vía democrática, de tal modo que sea la sociedad, y no nueve magistrados decidiendo a puerta cerrada
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En nuestra Constitución, en su artículo 103, los colombianos contamos con un mecanismo de participación popular que se aviene perfectamente a esta controversia y es el de la Consulta Popular. La definición que le da la ley es muy concreta: “La consulta popular es la institución mediante la cual, una pregunta, de carácter general sobre un asunto de trascendencia nacional, departamental, municipal, distrital o local, es sometida por el Presidente de la República, el gobernador o el alcalde, según el caso, a consideración del pueblo para que este se pronuncie formalmente al respecto”.
Esta es la herramienta absolutamente pertinente si queremos optar por la vía democrática, de tal modo que sea la sociedad, y no un grupo de nueve magistrados decidiendo a puerta cerrada, la que se pronuncie y decida dentro de la mayor libertad, dentro de la mayor legitimidad.
Qué bueno sería que dos senadores tan importantes como María del Rosario Guerra y John Milton Rodríguez, que han sido tan activos en este tema, le plantearan al presidente Duque que considere la opción de darle al tema del aborto una salida democrática.
Siempre será mejor la democracia que la algarabía y debemos comprender que hay temas que solo tendrán solución en la conciencia de la gente y no en los maltrechos códigos de nuestro país.