Celebro, con efusión, algo que ya sabíamos, que Abel es inocente de todos los cargos que se le imputaron y reconozco en él una trayectoria limpia de cualquier sospecha, al mismo tiempo que reprocho el absurdo de la justicia colombiana por semejante desatino. No solo es ciega y lenta, sino también torpe e indolente, demorarse siete años para confirmar que nunca hubo delito en su ejercicio como funcionario público habla mal de este país y deja peor a una institución que cada día cae más en el desprestigio. Este proceder omisivo, burocrático y vulnerante es contrario a lo que hoy mismo venimos a celebrar: una vida consagrada al servicio y al trabajo, un compromiso a toda prueba con la educación, una trayectoria intelectual decente, potente y valiosa.
Escribo desde lo que entiendo es, vale e importa la amistad. Una amistad que permaneció intacta pese al dolor de siete años de pesadilla. Nombro la amistad y con ella una especie de clamor, por lo general abstracto en medio de tanta indiferencia: dignidad, por favor; justicia, por favor. Pensar en Abel ha sido, en estos años, un pensamiento que asocio a la solidaridad, práctica que nos llevó a trabajar juntos, de una forma que rememoro como algo más presente en la adversidad y algo más distante en la abundancia.
Con los años se hizo evidente para mí que Abel sabía que la lucha sindical, en sí misma, es agobiante porque reduce a los sujetos a mirarse exclusivamente desde las precariedades y no desde las potencias. Que era un líder sindical que iba más allá de la estrechez reivindicatoria y que se interesaba por visionar otras conexiones, es decir, inventar nuevas posibilidades en las luchas de los maestros colombianos. Semejante constatación lo hizo más sensible y le permitió transformarse a si mismo. Su lucha tuvo entonces otros resultados, no era sólo el salario, eran también los efectos éticos y de afirmación cultural de todo aquello que se puso en juego.
No puedo dejar de mencionar algunos de sus múltiples detalles en la relación con los maestros. Fue mérito exclusivo de Abel el colocar en diálogo a los maestros con los investigadores de la educación y de la pedagogía. Trabajamos juntos en el Movimiento Pedagógico, en las discusiones del CEID, en los primeros números de la Revista Educación y Cultura, en los debates de la ley General de Educación, en la creación de la Corporación Tercer Milenio, en el Plan Decenal de Educación, del que fue su gerente y algún tiempo después en la Expedición Pedagógica Nacional. Viajamos incansablemente por el país, asistimos a una cantidad incontable de encuentros y jornadas de capacitación de maestros, agitados siempre por el mismo impulso ético, estético y afirmativo.
Semejante liderazgo llevó a Abel a la constituyente. No me perturba confesar que es al único al que le he hecho campaña electoral. Como constituyente las convocatorias siempre fueron permanentes hasta el punto que habría que reconocer que escuchar la voz de la pedagogía en la Constitución fue uno de sus trabajos mancomunados acompañados por Gonzalo Arcila y Hernán Suarez, entre otros.
Importa también reconocer que en su trayectoria como Secretario de Educación en Bogotá Abel renovó una relación olvidada entre pedagogía y arquitectura, relación que pasa por una visión generosa del espacio escolar y que se me antoja radicalmente contraria al populismo. Puedo imaginar una simetría entre construir la vida y construir una escuela, en este caso fueron mega–colegios, una arquitectura que fue pensada como un arte capaz de conmover y un vehículo de evocación más allá de su mera funcionalidad. En el fondo, creo que lo que trató de hacer fue una política con estética, rareza insoportable para los sórdidos defensores de la Vulgata.
Siempre he creído que hay dos formas de conocer a la gente, trabajando con ella o conviviendo con ella. De Abel he podido ofrecer públicamente el testimonio de quien lo ha conocido en múltiples facetas y funciones: como constituyente, como presidente de Fecode, como secretario de educación, como viceministro, como presidente de la junta directiva del IDEP, pero también de modo personal, acompañado siempre por Cecilia, ese bordón que nunca lo ha dejado caer. En fin, una mirada de largo aliento más que suficiente para reconocer su temple y su honestidad. En tiempos aciagos escribí que conocía su casa, su familia, lo probo de su patrimonio, es decir, la imposibilidad de pensarlo como corrupto. Entonces y ahora, me alegra festejar la limpieza de un respaldo, estético y moral, a semejante temple.
Hoy quiero insistir en la importancia que tiene para una sociedad como la nuestra el valor de la dignidad, de la decencia y de la pulcritud en el manejo de lo público y celebrar con gran efusión la amistad y la cercanía en tantos años de trabajo y conversación. Estamos próximos a cuatro décadas de amistad. Confieso finalmente, junto con Estela, lo mucho que nos regocija la confirmación pública de que por fin se cierra este despropósito. Por fin, uno menos. Por fin, un motivo para celebrar. En hora buena, queridos Abel y Cecilia, Andrés y Francisco.
- Texto leído por Alberto Martínez Boom, profesor e investigador universitario, en el Acto de Homenaje a Abel Rodríguez, celebrado el pasado 18 de junio en el Centro de Convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada.