Ojos iluminados, sonrisa acogedora, —en la antesala de la muerte—, es lo que encuentro en Diego, al momento de conocerlo. Empatía inmediata de miradas transparentes. Apretón de manos, cálido, firme, cual si lleváramos años de conocernos y no solo unos instantes. Tal vez las almas se reconocen así de fácil.
Paradójicamente en ese mismo ambiente e instante, sucede el primer encuentro personal, cara a cara, con mi amigo Saúl, compañero de escritura en estas lides, y con quien ya habíamos publicado un libro sobre el tema, él como autor principal, yo como coautor, sin habernos visto sino solo por skype. La amistad forjada en la distancia por fin nos reúne, como él muy bien lo dijo “en el lugar correcto” a la cabecera de un ser en tránsito hacia la muerte, digna. Digna por toda la compañía recibida de su esposa, hijos, empleados.
Las palabras son superfluas. El trabajo se hace desde el interior de cada uno, sugiriendo, guiando, acompañando a esta persona a sentarse en su “trono eterno” —tal como surgen las palabras nacidas de …—. Es su alma la que se ancla en su sitio y le permite desprenderse del cuerpo con más facilidad, mayor paz como dice Diego al final de estos momentos de íntima comunión. Saúl alivia panoramas médicos, legales y humanos, con su conocimiento y su don de gentes.
La esposa atenta, amorosa, acompaña con las manos en las riendas. A los dos días llega la hija y sin tomar relevo de la madre, hace las preguntas necesarias, terrenales y espirituales. No llegué a conocerlos pero al día siguiente llegaron los dos hijos hombres, creo que Diego los esperó lo más que pudo.
Una segunda visita, 24 horas después de la primera, muestra el claro declive físico, con la mente preclara, absolutamente preparado, aunque la enfermedad no se manifestó completa y no mostró su rostro sino 25 días antes. Se ve que durante este tiempo los sucesivos acompañamientos de familiares hicieron un trabajo inmejorable.
La visita confirma los signos médicos próximos a la muerte,
y conduce en humildad a un proceso de gratitud,
en su estado de no escucha consciente, pero sí de percepción interior
La tercera y última reunión sucede dos días después, ya en coma superficial, ya no en la antesala, sino en la puerta, tomando Diego el pestillo para abrirla y pasar el bardo correspondiente. Solo él puede hacerlo, los demás quedamos acompañando, pero es su ser interno quien hace el tránsito. La visita no solo confirma los signos médicos próximos a la muerte, sino que conduce de rodillas y en humildad a un proceso de gratitud, —darla y recibirla— en su estado de no escucha consciente, pero sí de percepción interior. Gratitud con todas las personas que hicieron parte de sus 70 años de vida.
Gratitud por lo bueno y lo malo que hubo. Por lo bueno es obvio. Por lo malo, al dar las gracias por ello, se demuestra que el perdón sucedió y va la persona un paso más allá en la toma de consciencia de la realidad de los hechos, de sus motivos y de sus aprendizajes.
Así es el acompañamiento a morir. Sin teorizar. Solo decidiendo y actuando. Evito mi inclinación a relatar (en esta columna) los pasos de un proceso de muerte digna, desde el punto de vista académico.
La muerte no espera a los foros, ni a las discusiones, ni a los puntos de vista encontrados el uno “contra” el otro. La muerte requiere la presencia inmediata de quienes se atreven a acompañarla, a ella, a quien parte con ella, y a quienes quedan.