Desde antes de su posesión presidencial, Gustavo Petro viene proponiendo un acuerdo nacional que haga viables las reformas que propuso en campaña con el respaldo popular.
Concretar dicho acuerdo ha sido imposible. Así lo constatan las grandes dificultades que se han presentado con altos funcionarios provenientes de los partidos con los que supuestamente se han formalizado acuerdos y los muchos tropiezos de las iniciativas gubernamentales en el Congreso, algunas de las cuales han sido aprobadas, pero a costa de grandes recortes, mientras otras fueron hundidas, como pasó con el proyecto de Ley de financiamiento, pese a que contemplaba una rebaja de impuestos a las empresas.
Particularmente la caída de esta última iniciativa demuestra que, así las castas oligárquicas tengan que renunciar a algunos beneficios legislativos, prefieren hacerlo con tal de impedir la continuidad del actual proceso de cambios, pues saben que esta continuidad les representaría riesgos futuros más significativos en el campo de sus intereses.
El acuerdo nacional no podrá girar, entonces, alrededor de intereses de clase, que es lo que más se necesita modificar en el país, si es que queremos salir del podio de los países más desiguales del mundo. A duras penas se podrán suscribir acuerdos dirigidos a adecentar la forma de hacer política, lo cual implica que esta se pueda ejercer sin violencia física ni verbal, ni contaminada de zancadillas, mentiras y leguleyadas. De los acuerdos en estos aspectos no pueden hacer parte los practicantes de métodos retorcidos, que solo simpatizan con escenarios cómodos a sus deseos de obtener altos beneficios para sí y para los sectores que representan, aunque riñan con los intereses de la nación y de los más necesitados.
De todas formas, esperar un acuerdo en torno a estos tópicos refleja un exceso de optimismo. Un acuerdo así choca con los métodos a que están acostumbrados los protagonistas de la política tradicional, tanto los que integran el Congreso y demás cuerpos colegiados como los que trazan línea desde los gremios económicos, tanques de pensamiento y demás órganos e instituciones del poder oligárquico.
Y como concretar un acuerdo así ofrece tanta dificultad, lo único que queda es imponerlo a través de la más amplia unidad y presión de los sectores democráticos y populares, lo cual implica altos niveles de organización y un liderazgo de nuevo tipo; un liderazgo efectivamente enraizado en los intereses populares y no en los egos y búsqueda de beneficios personales, también muy comunes en la izquierda colombiana.
Y para ese nuevo liderazgo también es necesario presionar, comenzando por vigilar que el partido progresista de reciente creación, sea un exponente pleno de esas nuevas formas de hacer política.