El rechazo para iniciar una nueva relación laboral, la absorción de su toxicidad para mantenerla y la intempestiva ruptura, generan traumatismos como la autoestima negativa, la apatía para evitar el fracaso, y la normalización del maltrato o la insatisfacción.
Sea para escapar del desempleo, cambiar un trabajo que ya no funciona o procurar un ascenso que anhela, a la mayoría de las personas el mercado laboral les dice “no te acepto”. Así, la tercera parte de la sociedad se ha convertido en “nini”, pues la desesperanza impulsa su renuncia a trabajar, en tanto que una proporción similar se afilió a la independencia, equivalente de la soltería, tan desesperada por el rebusque como libertina o “freelance”, ahora que por costumbre o moda se liquidan las relaciones (Modernidad Líquida, Bauman).
El diagnóstico para el excedente oscila entre el “desgaste” (burnout), de alta prevalencia, que se contagia entre los empleados a quienes sobrepasó el estrés o la sobrecarga laboral, y la “ergofobia”, o el miedo desmedido a tener mal desempeño en el trabajo, y quedar expuesto a la amenaza del despido.
El ambiente de los negocios y las relaciones laborales está cada vez más erosionado; además del acoso que imponen los jefes, pares o subordinados, los recortes de nómina siempre están a la vista, porque es la manera más expedita de bajar costos para inflar las ganancias, en el corto plazo -aunque sea insostenible e irresponsable socialmente-.
La trastornada reacción de las personas no puede atribuirse a su híper sensibilidad, o hipo resiliencia -término mal adaptado-, cuando el desempleo o la inestabilidad son estructurales, y la salvaje competencia deshace cualquier posibilidad de constituir redes de apoyo, siendo el único paliativo disponible el “sálvese quien pueda”.
Volviendo al principio, por defecto, las empresas terminan los procesos de selección aplicando la estrategia “ghosting”, pues sin previo aviso rompen contacto con los candidatos. En los demás casos, envían un mensaje automático, cuyo contenido genérico incluye un agradecimiento por el interés demostrado, y un arbitrario reconocimiento a sus “talentos”.
Para evitar respuestas tan anodinas, como “no eres tú, soy yo”, es necesario que otorguen retroalimentación específica, para que la mayoría de los candidatos pueda entender por qué no fueron elegidos, y reciban en contraprestación por su participación insumos que pueden considerarse estratégicos, como cuáles fortalezas demostraron y cuáles áreas de mejora les sugieren intervenir para afianzar su empleabilidad.
Abundan las plataformas que generan informes automáticos; es cuestión de gestionar ese conocimiento con el grupo de interés “empleados potenciales” o “candidatos”.
Finalmente, en la crisis del despido injustificado, queda en evidencia la falta de “rendición de cuentas” de las empresas ante sus empleados, pues no reciben informes sobre la tendencia del mercado, el presente de la empresa y el horizonte de riesgos. En la mayoría de los casos las decisiones de despido se toman en función de la “química”, que distorsiona las evaluaciones de desempeño, y no de la productividad real.
Los nuevos desempleados, entonces, súbitamente son sometidos a la rumiación de por qué, al estigma del despido, ante sus potenciales empleadores, y la culpa o vergüenza ante sus redes sociales, pues el trabajo se convirtió en la identidad de las personas que confunden su esencia con su oficio.
Además, el cotidiano recorte en el presupuesto, no planificado, impone consecuencias desmesuradas en una economía como la colombiana, donde la capacidad adquisitiva es miserable, y la de ahorro e inversión prácticamente no existe.