Ante la actual crisis que atraviesa el país conviene revisar con imparcialidad la causa-efecto del problema, evitando posiciones ortodoxas, extremistas o el enfermizo señalamiento “uribista” o “petrista”, cuando como ciudadanos estamos por encima de cualquier postura ideológica.
Y reitero, no acepto —estimado lector— que con esta columna se me señale estar en uno de estos extremos, aunque dos entrañables amigos —uno de izquierda y otro de derecha— se van a apresurar a señalar que estoy defendiendo la posición que ellos respectivamente no comulgan.
El déficit fiscal es cierto, y probablemente la reforma tributaria podría ser la única salida, en un Estado que —desde la década de los noventa— se dedicó a vender o mejor “feriar” su aparato productivo, dedicándose a ser cada más dependiente de los créditos y la imposición “bianual” de nuevos impuestos, convirtiéndose en una sin salida que a mediano plazo se va a terminar de pagar bien caro.
En la década de los noventa, el presidente César Gaviria inicia la apertura económica con el anuncio de la privatización de Telecom, en donde se desarticula este activo de los colombianos, y a la vez se le regala la concesión de las comunicaciones a entidades privadas, con el agravante de que a estas se les cede —o se les deja a precio de huevo— la poderosa infraestructura de Telecom.
En estas tres décadas, el desmonte del aparato productivo estatal se ha adelantado en condiciones desfavorables para el país, en donde la negociación fue totalmente nula —se reduce a la venta de nuestros activos, como la dolorosa venta de ISA— cuando en casos como las empresas de telefonía móvil se hubiera podido acordar que un porcentaje de las utilidades mensuales se transfirieran al Estado, mucho más cuando una empresa como Claro duplica en utilidades a Ecopetrol.
En el transcurso de este siglo se han adelantado dos procesos de ventas de acciones de esta estatal petrolera, en donde nunca se supo por qué vendieron este patrimonio de los colombianos, que en últimas fue la de acceder a recursos de una manera fácil y rápida para compensar el hueco fiscal, pero disminuyendo de manera paulatina los ingresos del Estado, porque las utilidades de Ecopetrol ahora el Estado las debe compartir con los mencionados accionistas.
A lo largo de tres décadas, se ha delegado el monopolio del aparato productivo al sector privado —incluidas las entidades financieras— lo que se ha convertido en un jugoso negocio para los mismos, en donde no solo el Estado no participa de un porcentaje de las utilidades, sino que además se impulsó un régimen laboral y pensional en favor del empresario y en detrimento del bienestar del trabajador.
Al disminuir los ingreso del país —por la aniquilación de su aparato productivo— el gobierno nacional sale a buscar recursos a toda costa, incluso con desespero, como lo demuestra el exabrupto en la fallida tributaria de imponer el impuesto a la renta a los colombianos que devengan mensualmente 2,5 millones de pesos, lo que sin duda pone en riesgo la sostenibilidad fiscal del país, porque va a llegar un momento en que no será posible “vaciar” aún más el empobrecido bolsillo de los colombianos.
La imposición de impuestos permite la consecución de recursos, y de paso cumple con la exigencia del poderoso sector financiero, para autorizar al Estado el desembolso de más y más créditos, porque en la medida en que se hace más alta la carga tributaria, se está garantizando el abono a intereses y capital de la deuda interna y externa, por lo tanto estos se convierte en un círculo vicioso, porque a más impuestos, más créditos, y a más créditos, más impuestos.
Esto con el agravante de que la deuda externa e interna es ni más ni menos que el 60 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), y el servicio de la deuda o pago de capital e intereses, se queda entonces con el 20 por ciento del presupuesto anual de la nación.
Eso sí, con la advertencia temeraria del sector financiero y empresarial de no imponer a ellos más impuestos, sino ampliar la base gravable al grueso de la población colombiana, so pena de no aprobar más créditos o disminuir la inversión en el país, amenazando con la disminución de la desconocida y hasta absurda “calificación de riesgo del país” en el ámbito internacional.
En consecuencia, el inconformismo social ha tomado proporciones insospechadas, hasta tal punto que fue capaz de “retirar” el proyecto de ley de reforma tributaria —primera vez en la historia que se le cae al gobierno— , logrando un poder de negociación antes insospechada y el sorprendente anuncio de los industriales en el sentido de asumir —al menos de manera transitoria— la carga tributaria o el faltante fiscal. ¿Entonces sí se puede?
Esta expresión popular debe ser totalmente respetada, en ningún momento se debe afectar su autonomía, ni mucho menos ser aprovechada, manipulada o descalificada por los distintos sectores políticos del país —ni de izquierda ni de derecha— sino entenderla como una expresión innata del pueblo, una singular expresión de la democracia directa, en donde el gobierno nacional debe tener la grandeza de concertar y entender de una vez por todas que la política económica y social debe cambiar de rumbo, sin quedarse en el argumento simplista y tergiversado que la protesta social se debe a la influencia de “malvados” castrochavistas.
A la expresión popular le corresponde mantener esa autonomía, en donde su consigna debe ser el sentir ciudadano, sin que actores externos se quieran tomar las riendas de este fenómeno, sino en una acción colectiva popular, que avanza a paso firme, sin vacilaciones —sin actos vandálicos y degradantes— ejerciendo una oposición no violenta, logrando cambios históricos como en su momento fueron liderados por Mahatma Gandhi y Martin Luther King.
Un acuerdo nacional debe estar centrado en detener la venta de nuestros activos, como no ofertar más acciones de Ecopetrol y descartar la venta de Isagén, revisar el monopolio de las telecomunicaciones, incluida la posibilidad de que el Estado participe de las utilidades, o cambiar de manera drástica las reglas de juego del sistema financiero, que entre otros aspectos se quedó con un sinnúmero de bancos del Estado.
A esto se debe sumar una ambiciosa agenda legislativa para reestructurar el régimen laboral y de seguridad social —que sea favorable al trabajador y acorde a las millonarias utilidades del sector privado—incluido el alto en el camino de las comisiones séptima de Cámara y Senado, al programar varias audiencias públicas para replantear el proyecto de reforma a la salud, en donde lo ideal es que se retire este proyecto y se formule otro, con base en los acuerdos a los que debe llegar el gobierno nacional con los diferentes sectores de la sociedad, en donde de una vez por todas se debe revisar o no la viabilidad de las famosas EPS.
El acuerdo nacional es el único camino no solo para solventar la crisis social, sino para evitar que Colombia se derrumbe fiscalmente en menos de diez años, siendo este su único destino si continúa desvalijando el aparato productivo, incrementando su deuda interna y externa, como también ampliando el IVA a todos los productos de la canasta familiar.
Coletilla. Un aspecto fundamental para mejorar los ingresos del Estado, es recuperar la participación del Estado en la explotación de hidrocarburos, porque desde mediados de los noventa se ha venido disminuyendo de manera dramática, pasando de un 40 por ciento con el contrato de asociación, a un 5 por ciento —incluso llegando a no tener participación— con el retorno al sistema de concesión de principios del siglo XX, que incluso explica el por qué estamos al borde de quedarnos sin reservas para abastecer el consumo interno de gasolina.