No cesan las polémicas sobre las denuncias de acoso o violencia sexual hechas públicas en el movimiento #Metoo o su versión en español #YoTambién. Esto me obliga como mujer, feminista y columnista a referirme de nuevo al tema y tratar de aclarar mis propias ideas y cuestionar otras.
Solidaria con las mujeres que como Claudia Morales han decidido hacer pública su horrible experiencia de violación, no me detengo a cuestionar si deciden o no a dar nombres o a reservarse para siempre el derecho a no denunciar. Una cosa es reconocerse como víctima y otra es pasar al papel de acusadora, que muchas veces significa una nueva victimización, en especial cuando el victimario es un “Él” que intimida con solo evocarlo.
Pero el debate ha tocado otros puntos; si se hace la denuncia es apenas uno de ellos. También está el nivel de acoso, abuso o agresión contra una mujer o un niño y la posición de poder del agresor. Lo primero no merece discusión, basta recordar que la Ley 1257 de 2018 conocida como “de No Violencia Contra la Mujer” sabiamente estableció que no debe obligarse a la víctima a denunciar, sino que la autoridad competente debe iniciar de oficio la investigación cuando conoce sobre un caso de violencia, sea intrafamiliar o no.
Ahora, el nivel de gravedad del acoso es otro tema. Para algunos opinadores se está exagerando hasta el punto de amedrentar a los hombres. ¡Pobrecitos! Me conmueve su desprotección. Puede ser que alguno se intimide y controle su “instinto de cazador” por temor a que lo acusen de violencia de género. En ese caso el problema es menor, habría que consolar al desdichado hombre por no haber podido ejercer de pavo real. Por supuesto en materia de prevención de la violencia es mejor que se frenen y no que se desenfrenen. Porque una vez cometido el abuso, acoso o violación, el daño es muy difícil de reparar.
Parar la violencia de género no tiene nada que ver
con impedir que se ejerza
el arte de la seducción
Hay personas, incluidas mujeres, que argumentan que podríamos caer en el puritanismo, impidiendo el libre ejercicio de la sexualidad. Una posición aparentemente sensata, pero muy débil en el fondo. Nadie es más proclive a maltratar que aquellos reprimidos que se oponen a la libertad de la mujer para decidir sobre su propio cuerpo. Nadie ha sido más abusador y pederasta que los que se ocultan en sotanas y religiones, posando de santurrones. En cambio, pocas veces se da una actuación indebida en personas que manejan su sexualidad con libertad y madurez. Y muy difícilmente una mujer va a repudiar una buena y consentida relación sexual.
Lo cierto de los niveles de violencia es que uno lleva al otro. De un piropo, se puede pasar a una ofensa verbal, de allí a un acoso y de allí a un golpe o a una violación. Ninguna violencia llega sola, están interrelacionadas, la psicológica, la económica, la física y la sexual. Por lo tanto, prohibir y castigar las más extremas, el feminicidio o la violación, es actuar sobre el final de una larga cadena, tratar de frenar lo que ya es irremediable, la muerte o la destrucción de la integridad sexual.
Y finalmente en la polémica está el tema del poder. He escuchado y leído a personas que aseguran que solo es violencia cuando hay una dependencia probada, sea laboral o familiar. Pues en esto sí que hay que hilar delgado para examinar lo que significa “el poder” de una persona sobre otra. Un hombre es más fuerte físicamente que el promedio de las mujeres o los niños, por eso en la calle, en los buses, al pasar por una construcción, se puede sufrir violencia y acoso de hombres de los que no dependemos pero que se sienten con poder sobre las mujeres.
Los hombres a lo largo de la historia, en casi todas las sociedades, han sido más valorizados que las mujeres. Se ha creído que a una mujer se le puede usar, vender, casar o esclavizar porque su valor está subordinado al hombre. Por supuesto, hay sociedades donde esto se lleva a extremos y hay otras donde se ha avanzado en los derechos de las mujeres, pero en todas persiste la idea, así sea muy sutil, de superioridad masculina. Y ni hablar del poder que ejerce un hombre adulto sobre un niño o una niña.
Parar la violencia de género no tiene nada que ver con impedir que se ejerza el arte de la seducción. En eso se equivocan muchos y muchas, incluida Catherine Deneuve.
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