Estaba leyendo un clásico de la literatura. J.K. Rowling me deleitaba con Harry Potter y las reliquias de la muerte. De repente entró mi pequeña nietecilla de 10 años a la habitación. Extrañada por verme una vez más en mi raro quehacer, me preguntó: - Abuelito, abuelito, ¿por qué lees tantos libros?
La pregunta, de golpe, me sorprendió. Como si se tratara de algo, tipo ¿cómo nacen los niños? Las manos me sudaban y mi mente maquineaba a mil por hora al no saber qué responder. En un instante, como si la musa de la inspiración hubiera bajado del Olimpo a salvarme de aquél aprieto, se me vino algo a la mente y con amor le respondí: Ven, hija, te contaré una historia.
La tomé entre mis piernas, y recostándola junto a mí pecho, empecé e narrarle una vieja historia que había quedado guardada en el baúl de mis recuerdos:
Érase una vez, hace muchos años, en un mundo donde las máquinas, los computadores, los televisores y videojuegos aún existían, llegó a mi Facebook una sorprendente invitación. - ¿A tu qué? – Preguntó mi chiquilla sorprendida por aquella palabra. - Mi Facebook- , reiteré, -esa era una de las formas por medio de la cual nos comunicábamos en aquella época. Aquí entre nos, así comencé por conquistar a tu abuelita-. Entre risas y con la aprobación de mi nieta, continué con mi relato.
En la parte alta de la invitación decía en grande “FIESTA DEL LIBRO Y LA CULTURA. Invitados especiales: Cuentos de los hermanos Grimm”. Pero, ¿cómo era posible hacer una fiesta de libros y cultura? ¿No era mejor hacer una de reggaetón y cerveza? Y, ¿quiénes eran esos tales hermanos Grimm? Realmente no entendía lo que pasaba, pero la curiosidad era más grande que mi incertidumbre, así que decidí acudir a la cita. – ¿Reggae…qué? – se sorprendió nuevamente mi nieta. – Reggaetón pequeña, reggaetón. Eso sí que era música. Nada que ver con ese electrotechno que escuchan ustedes ahora.
Aún recuerdo bien la fecha, como si fuera ayer, 12 al 21 de septiembre de hace unas cuantas décadas. 2014 fue el año, para ser precisos. Cómo olvidar mis ansias de llegar rápido a aquel lugar. Tomé el Metro, una gran cabina metálica que a toda velocidad te llevaba de un lugar a otro. Algo así como los aero-trenes, pero los de mi época iban pegaditos a la tierra.
Un gran portón se ubicaba en la entrada, como delimitando la línea fronteriza entre mi mundo real y ese mundo mágico y lleno de sorpresas que me esperaría tras aquella puerta. Rápidamente crucé esa frontera, y como si se tratara de un truco de magia, aparecí en un mundo que no conocía.
La alfombra roja era un largo camino de migas de pan, lo recorrí apreciando el hermoso paisaje de árboles, flores, lagos y animales que me rodeaban. Al final del camino, en un gran salón, un par de niños esperaban por mí. Sus nombres eran Hansel y Gretel. Con un fuerte abrazo me dieron la bienvenida y me condujeron a un inmenso salón.
Yo, sin entender el porqué, veía que ellos no paraban ni un instante de arrojar piedrecillas tras nuestro recorrido. Al llegar, adivinanzas, juegos, disfraces, fantasías y sobre todo cuentos, muchos cuentos, hacían parte de la diversión en una habitación que encerraba un mundo paralelo, diseñado solo para niños. – Abuelito, y en tu época, ¿los niños podían ir a fiestas?, preguntó. – Yo tampoco entendía cómo era posible, pero en esa fiesta, los niños también eran bienvenidos.
Entretenido por lo que estaba viendo, perdí de vista a Hansel y Gretel, los niños que me acompañaban. No sabía cómo salir de allí y quería saber más de aquella fiesta. Y entonces recordé las piedrecillas que ellos no había parado de tirar en nuestro recorrido hasta allí.
Busqué insistentemente las piedrecillas en el suelo y las fui recogiendo una a una hasta que me vi, nuevamente, en el gran salón.
Al fondo se encontraba la cabina de audio. La encargada de la música de la Fiesta era una tal DJ Blancanieves. En cuanto la vi y noté la blancura de su piel, entendí el porqué de su nombre artístico. A diferencia de lo que se pudiera creer, no sonó ni una canción de la música de moda. Por el contrario, fue la música de la Orquesta Sinfónica de Medellín la que amenizaba aquella tarde.
De repente, una hermosa chica se me acercó. Le pregunté su nombre y luego de pensarlo me dijo: “Llámame Cenicienta”. De la mano de ella entré a otro gran salón. Un montón de sillas perfectamente alineadas, ocupadas por personas, se ubicaban dentro de él mientras que todas miraban casi que a un punto fijo. En frente, en una tarimilla, se sentaban dos de esos que en mi época eran llamados “Los especialistas”: Juan José Hoyos y Alberto Salcedo. Ellos disfrutaban haciendo uso de ese don con el que habían nacido: el de narrar historias, pero de la vida real.
De un momento a otro sonó un timbre, Cenicienta salió corriendo y yo asombrado por lo que acababa de pasar, corrí igual tras ella hasta perderla de vista. Lo único que alcancé a ver fue una zapatilla de cristal que se le zafó del pie. Esta me señalaba directamente el camino de vuelta al Gran Salón.
Al volver allá vi a una hermosa damisela. Ella era La Bella Durmiente a quién contemplé durante largo rato como lo hago contigo en este momento; puesto que, al igual que tú ahora, había caído profundamente perdida en un sueño, cruzando así los límites de lo inimaginable.
Así como lo hago yo cuando abro un libro, y pronunciando las palabras mágicas “Érase una vez”, miro al infinito y empiezo a cruzar las fronteras hacia ese mundo paralelo de hadas, duendes, brujas y princesas, en el que yo puedo ser y sentir como uno más de ellos.
Por eso, mi pequeña princesa, es que leo tantos libros.
Por: Brian Ferrer Almeida