Yo no entiendo por qué en la medida que las empresas farmacéuticas “descubren” nuevas enfermedades, el precio de los medicamentos se vuelve inalcanzable. Hay patologías físicas y/o mentales que son lujosas (sobre todo, las que guardan cierta relación con las de los desórdenes mentales). Esas enfermedades no deberían darles a las personas que no tienen privilegios de tipo dinerario. Ni a nadie. La esquizofrenia es una de ellas, por ejemplo.
Me contaban mis mayores que cuando inventaron la Aspirina la gente se reía mucho de esta droga. Hacían chistes. Se asombraban: “¿Cómo puede ser posible que una pastilla tan pequeñita, y que llega al estómago, vaya a quitarme un dolor de cabeza? Es que yo no tengo la cabeza en el estómago”, se burlaban.
Pero la estrategia de marketing ha producido efecto, gracias a una sustancia que se llama efecto placebo, que carece por sí misma de acción terapéutica. Es una especie de fe analgésica y curativa, “produce algún efecto favorable en el enfermo, si este la recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción”, indica el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.
Yo no soy médico, pero algunos miembros de ese gremio aseguran, no delante de sus pacientes, por supuesto, que el efecto placebo asegura un porcentaje de la efectividad del medicamento. Todo depende del grado de sugestión del paciente.
Declaro que yo no hablo en nombre de la ciencia médica; no soy representante de las disciplinas psiquiátrica, no estudié psicología. He leído libros de pedagogía, de Paulo Freire; de sociología, de Orlando Fals Borda; antropología; psicoanálisis y neurología, del doctor José M. R. Delgado, porque me fascinan estas ramas del saber. Las misteriosas funciones del universo cerebral me hacen alucinar.
Desde esa perspectiva, me expreso. Desde el punto de vista de un lector ávido de abarcar la mayor cantidad de conocimientos humanos posibles. Y si se quiere, también como paciente, pues los estudios de salud mental de Colombia revelan constantemente que los colombianos tenemos el alma destrozada. La cantidad de ciudadanos con trastornos mentales es escandalosa.
Sigmund Freud sufría demasiado. “Nadie puede ayudarme en lo que me deprime; es mi cruz y debo cargarla”, se lamentaba el padre del psicoanálisis. Esta frase contiene un sentimiento judeocristiano. En ella se halla envuelta la imagen milenaria de Jesucristo cuando, después de ser traicionado por sus discípulos y capturado por los soldados romanos, era conducido con la cruz en la espalda hacia a la crucifixión.
Freud era un paciente psiquiátrico de sí mismo. Su vida sirve para escribir una novela y ganar el Nobel de Literatura. Él mismo se granjeó el susodicho galardón con sus narraciones. La Academia Sueca estimó que sus relatos eran literatura. ¿Y era él el personaje principal de sus textos? Tal vez.
Asimismo, nadie, ningún paciente vaya a interrumpir su tratamiento médico por las palabras que aquí he vertido, porque como ya he antedicho, me pronuncio desde la incertidumbre, no a partir de la certidumbre. Ya quisiera yo tener la verdad revelada o agarrada por el cuello.
Recuerdo a un amigo que me decía a modo de chiste que su abuelita le dijo no a las drogas, y se murió. No deseo que le ocurra a nadie lo mismo. Yo intento disipar mis dudas.
No entiendo por qué la salud es tan costosa, por qué mueren tantas personas a causa de enfermedades curables y por qué cada vez más la salud está dejando de ser un servicio para convertirse en un negocio lucrativo.
