Se equivoca en materia grave la Corte Constitucional al dictaminar en un proceso de revisión de una tutela que autorizó un aborto tardío, que no existen en Colombia límites de tiempo para la interrupción del embarazo, si este cabe dentro de las tres causales autorizadas por la propia Corte (el Congreso no ha querido o no se ha atrevido a legislar sobre la materia): en caso de violación, transferencia de óvulo fecundado o inseminación artificial no consentida; cuando existe peligro para la salud física o mental de la mujer; y cuando exista grave malformación del feto que haga inviable su vida extrauterina o por su discapacidad tenga una vida muy indigna.
Y se equivoca la Corte, porque esa decisión que se toma en estricto derecho, coloca el debate sobre el aborto en un terreno éticamente peligroso y resbaladizo. Una cosa es el derecho al aborto en los primeros dos trimestres de gestación, cuando el feto es inviable, asunto que no debería tener ningún condicionamiento porque se trata del ejercicio del derecho de la mujer sobre su propio cuerpo, reconocido en las legislaciones de muchos países democráticos, y otra cosa bien distinta es autorizar la interrupción del embarazo después de 24 semanas cuando se considera médicamente que el feto es viable (el 58% de los nacidos de 24 semanas en Estados Unidos sobrevive al parto). El asunto pasa de ser el ejercicio de un derecho de la mujer a algo parecido a un homicidio, cuya ejecución legal debería estar sometida a unas condiciones sobrevinientes muy severas.
En Estados Unidos, católicos y evangelistas luteranos, han focalizado el debate
en el tema del aborto tardío para crear en la conciencia ciudadana
la idea de que todo aborto es de hecho un asesinato
El debate que actualmente se desarrolla en Estados Unidos es muy ilustrativo para la situación colombiana, porque allá la estrategia de los grupos religiosos, particularmente católicos y evangelistas luteranos, ha sido focalizar el debate en el tema del aborto tardío (late-term abortion), para crear en la conciencia ciudadana la idea de que todo aborto es de hecho un asesinato. No es difícil llega a esa conclusión si se cree que la intención de los legisladores laicos es autorizar abortos de no nacidos viables en el último trimestre de su gestación.
En 1973, hace 45 años, la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos falló el caso Roe vs. Wade, en el sentido de que una mujer amparada en el derecho a la privacidad, bajo la cláusula del debido proceso de la Décimo Cuarta Enmienda, podía elegir si continuaba o no con su embarazo; ese derecho a la privacidad se considera desde entonces un derecho fundamental bajo la protección de la Constitución de los EE. UU. y por lo tanto no puede legislarse en su contra por ningún Estado. El caso se originó en Texas y es allí donde medio siglo después es casi imposible conseguir un aborto. La mayoría de las clínicas se han cerrado y las mujeres tienen que ir a otro Estado a abortar, lo cual es un costoso privilegio que no pueden darse los negros y los latinos pobres, quienes terminarán siendo los más. En la mayoría de los Estados el aborto es legal en las primeras 20 semanas de embarazo, sin limitaciones.
Durante la campaña presidencial Donald Trump enarboló las banderas de la prohibición del aborto tardío, Hilary Clinton lo defendió con el argumento de que era una terrible decisión que debía tomarse en casos excepcionales, que eran los menos. No debió conseguir muchos votos con eso. El accidentado debate sobre la confirmación del juez vitalicio de la Corte Suprema de Justicia Brett Kavanaugh por parte del Senado, escondía una lucha de los grupos civiles por evitar una Corte de mayoría conservadora, de la que se presume eventualmente derogaría Roe vs. Wade, prohibiendo de nuevo el aborto en el país. Y el día no está lejano.
Para ello ha servido a las mil maravillas el debate sobre el late-term abortion, que esconde todo el gigantesco problema de salud pública que son los abortos ilegales, los embarazos de adolescentes, los hijos indeseados, el crecimiento incontrolado de la población más pobre, y se lleva por delante el debate central, que es la necesidad de la educación sexual, la planificación familiar, la prevención, y lo último pero no lo menos importante, los derechos de la mujer.
Ese es el mismo flaco servicio que la sentencia de la Corte Constitucional de Colombia le ha prestado a la discusión: focalizar en los casos excepcionales de abortos tardíos, que deben tener una reglamentación aparte, el debate sobre la despenalización del aborto, que hoy está limitado a circunstancias muy excepcionales. El debate central debería ser sobre el levantamiento de esas condiciones tan restrictivas y el establecimiento de un límite. Con esa decisión de la Corte van a multiplicarse los obstáculos jurídicos, éticos y religiosos, alejando por años el derecho de las mujeres colombianas a abortar en las primeras semanas de embarazo, como de hecho lo están haciendo, a veces en peligrosas condiciones médicas, sin contar ni con la Iglesia ni con los jueces.