La fotografía del senador Uribe fue publicada en su twitter por él mismo, acompañada de un texto que informa el número que le asignó el Inpec en su nueva condición. El texto del trino da cuenta de su desesperación. Asegura que fue privado de la libertad por confrontar testimonios en su contra comprados por las Farc, su nueva generación y sus aliados. Según él no existen pruebas en su contra, fue interceptado ilegalmente y no dejaron actuar a sus abogados.
Termina exigiendo transparencia. Curioso que la pida, la Corte publicó la resolución completa que ordenó su privación de libertad. Cualquiera que tenga interés puede leerla de cabo a rabo y juzgar si se funda en simples inferencias o en hechos constatados. Me temo que si contra toda lógica, piensa basar su defensa en que es víctima de una persecución acordada entre las Farc y la Corte Suprema de Justicia, estará irremediablemente perdido.
Pese a que sea eso lo que repiten enardecidos sus seguidores, acostumbrados a considerar sagrada la palabra de su líder, creo que en realidad, en el fondo de sus corazones, ni ellos mismos se lo creen. Y no digamos porque consideren culpable al expresidente, sino porque se trata de un argumento tan rebuscado que difícilmente pueda hallarse alguien dispuesto a creerlo. Peor aún, es muy probable que ni el mismo Álvaro Uribe tome en serio lo que está afirmando.
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Por su desencajado rostro desfilan desconcierto, ira, humillación, impotencia, derrota, miedo, arrogancia, nada que se semeje al político seguro y soberbio que conocimos siempre
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Lo revela la expresión de la fotografía que publicó de sí mismo. Sostiene la mirada fija en la cámara que lo retrata, con los ojos extremadamente abiertos, casi extraviados, coronando una expresión absolutamente extraña en él. Por su desencajado rostro desfilan de manera sucesiva y simultánea sentimientos de desconcierto, ira, humillación, impotencia, derrota, miedo, arrogancia, nada que se semeje de algún modo al político seguro y soberbio que conocimos siempre.
Sus cabellos casi del todo blancos peinados cuidadosamente hacia atrás, así como las profundas líneas de su entrecejo y mejillas parecen hablarnos de un hombre a punto de echarse a llorar. Sin embargo, algo en su semblante indica que libra una intensa lucha por mostrarse tranquilo, quizás la ilusión fallida de engañar a sus espectadores. Tal vez ensaya conmover al público, demostrar que su rostro erguido y limpio carece de culpas, que su inocencia reluce.
Pero no lo consigue. Ya no es Uribe, el mesías, el gran colombiano. Perdió sus poderes mágicos. Probablemente sea la primera vez en su vida que siente bajo su piel lo que significa ser víctima. Todo su pasado pretendió actuar en nombre de ellas, en su defensa, sin importarle nunca el sufrimiento que ocasionó a miles y miles de familias humildes, perseguidas con saña por él, sin la menor oportunidad de defenderse. El campeón de las víctimas sabe ahora lo que es serlo.
Se siente así, atrapado sin oportunidad de escape, reducido por fuerzas que no puede controlar. Solo que en su caso, esas fuerzas son las de la ley y la justicia. Y eso marca una enorme diferencia con las otras víctimas, las acribilladas por pertenecer a un partido político que no simpatizó nunca a la ultraderecha, las asesinadas por los grupos paramilitares para que otros se quedaran con sus propiedades, las engañadas y ejecutadas en los falsos positivos.
Recuerdo que en los tiempos del Plan Patriota llegaban a las regiones en conflicto, en helicópteros artillados, funcionarios de la Fiscalía General de la Nación. Previamente el Ejército se había encargado de visitar casa por casa a los campesinos para convidarlos a una reunión en la que se les darían algunas instrucciones de seguridad. Toda la población esperaba confiada a las autoridades. Rodeada por la tropa. Los fiscales que descendían recitaban nombres de sus largas listas.
Todos, mujeres y hombres, eran obligados a abordar los helicópteros que acompañaban los fiscales. En unas horas se hallaban a centenares de kilómetros de sus familias, en ciudades extrañas, acusados de auxiliar los terroristas. Ninguno tenía cómo pagar un abogado, ni cómo defenderse. Pasaban meses, años y en el entretanto sus familias desfallecían, tenían que irse. Si tiempo después el campesino quedaba libre por falta de pruebas, solo encontraba ruinas.
Cuánto daño causaban las decisiones del régimen. Pero nadie podía hablar de ello sin poner en riesgo su vida. Las palabras del presidente eran infames, si los mataron no sería por estar cogiendo café. Fácil manera de lavarse las manos. Sin embargo, no es por eso que está llamado a responder Álvaro Uribe. Apenas se trata de la imputación seriamente respaldada por material probatorio, de haber intentado sobornar testigos para engañar la justicia.
Absolutamente absurdo pretender que se trata de un complot entre las Farc y la Corte Suprema de Justicia. O que se trata de una Corte presionada por los enemigos del senador. Se dejó caer, y él lo sabe. Se le nota en la mirada.
Ya no es Uribe, el mesías, el gran colombiano. Perdió sus poderes mágicos. Probablemente sea la primera vez en su vida que siente bajo su piel lo que significa ser víctima