Desde luego, existe un gran riesgo de que en Colombia un presidente nuevo —de cualquier color— se cargue la poquita institucionalidad que queda por aquí, y que ese intangible que todavía nos permite mantener el precario equilibrio existente en esta sociedad desaparezca del todo para que, así, sin necesidad de disfraces, marionetas y eufemismos, sean unos cuantos hombres y mujeres los que de una buena vez decidan por los demás, y sanseacabó, y el Estado notarice que unos estén definitivamente en ventaja respecto de otros, ya “porque trabajan más”, ya porque ello es cuestión de “justicia social”.
¿Por qué las cosas tienen que ser así de volátiles entre nosotros si en la mayoría de naciones civilizadas del mundo existen diferendos respecto de los asuntos públicos? Desacuerdos terribles, nada blandos, que a pesar de su acritud terminan trabajándose hasta el hallazgo de puntos medios.
Este domingo a buen seguro irán unos a votar con odio y a favor del que le pueda ganar al candidato de la izquierda (que algunos llaman “extrema”, sin que haya tal), Gustavo Petro; y, por otro lado, también habrá gente que irá a las urnas con un viejo vacío en el estómago, pensando con las tripas, que lo importante es frenar al vector de estos veinte años de gobiernos de derecha uribista (que muchos llaman, no digamos extrema, sino abiertamente “dictadura”, y que tampoco son veinte, sino doce).
En un escenario así de pugnaz, ¿qué puede salir bien? Aquellos dicen que les van a robar las elecciones y que, en ese sentido, va a estar muy difícil que reconozcan unos resultados de derrota; y estos recalcan que, de ganar el otro, en cuatro años ya no habrá más elecciones, porque él las amañará todas de aquí en adelante, como en Venezuela. ¿Qué esperar de todo esto?
Por ahí andan los dos candidatos del siempre fallido centro, especulando, con mayor o menor éxito: uno, el de centroizquierda, sin inspirar nada y hasta con contagioso desgano; y el otro, de centroderecha, sin melancolía frotándose las manos a ver qué esquirla de opinión le rebaja a alguno de los representantes de los mayoritarios, que esa es la ventaja de proclamarse independiente, una compensación por sufrir tantas otras desventajas a causa de lo mismo.
Me pregunto si el miedo a que las instituciones políticas se ablanden con los neosectarismos también deviene determinante en el pensamiento de los votantes de estas dos vertientes centristas referidas; o si la masa de sus electores, en uno y otro caso, está más bien persuadida de una idea de país compartido desde la que, de ninguna manera, se debe modificar radicalmente la vida nacional tal y como se conoce hoy.
A pesar de que las encuestas le han dado aire al centroderechista Rodolfo Hernández en este último tramo, y que podría sobrepasar al candidato de la derecha pura en el “votofinish”, lo cierto es que la moderación política ha vuelto a fracasar en Colombia. La razón de esto podría ser la misma de la debilidad institucional (solo ella explica este redivivo recelo a los personalismos en el poder), es decir, la decisión del pueblo colombiano, quizás inconsciente, de inclinarse por el cartón y no por la piedra.
