Existe una diferencia sutil entre el tiempo que pasa y el tiempo que ocurre. En la primera afirmación, pareciese que se privilegia tan solo el movimiento inevitable de los días; su dinámica invisible: como el viento que atraviesa las hojas de un árbol y apenas las inquieta. En cambio, en el ocurrir del tiempo se anuncia una experiencia más tangible: la serie de acontecimientos que suceden con el único propósito de transformarlo todo. La tempestad voluble que acicala tanto a las piedras como a los cuerpos. Bastaría con revisar fotografías viejas para dar cuenta de las paredes que cayeron, las arrugas en el parpadeo y las sonrisas que empezaron a torcerse. Lo siniestro de la fotografía se encarna en poner en evidencia las ocurrencias del tiempo: su forma de quitar y dar. Su permanente recordar de que todo termina, sin más, por desvanecerse.
Con los años, dichas ocurrencias se vuelven más protuberantes. La juventud, para la mayoría, es un período, más o menos continuo, de ausencia de dolor. Sin embargo, con el transcurrir de las semanas, esa ausencia se vuelve cada vez más intermitente. Pequeños males empiezan a presentarse en forma de úlceras, jaquecas y hernias. Males anticipatorios que sirven de pastilla para la memoria de nuestra propia fragilidad. El dolor se hace más frecuente y lo que antes dábamos por sentado, como agacharnos a recoger una crayola que rodó por el piso o salir a jugar un partido de tenis cualquier mañana, se convierten en riesgos inminentes de desgarres, tirones o torceduras. Aunque no estamos viejos (o no queramos estarlo) empezamos a envejecer: el filo de un hacha jamás miente. Así se nos atraviesen dietas miserables, tónicos para la caída del pelo o milagros metabólicos, el tiempo ocurre.
La noticia de la fatalidad de los allegados y los queridos empieza a despedazar la idea suprema de la juventud: la inmortalidad
Pero no son solo las penas del cuerpo las que empiezan a doblegarnos. La aproximación de la muerte se vuelve inevitable. De esa manera, la noticia de la fatalidad de los allegados y los queridos empieza a despedazar la idea suprema de la juventud: la inmortalidad. Ya sea como correspondencia del vecino o del amigo, o como una carta que se dirige directamente a nuestro domicilio, la muerte empieza a hacer sonar su bastón contra el piso con un ritmo y un tempo cada vez más intensos. Un retumbar seco y grave que nos sume en el terror de desaparecer para siempre. Cuando el otro muere es imposible no calzar ese ataúd como si fuera propio. Y de repente, se reanudan las negociaciones con Dios o con su ausencia; que parecen lo mismo. Se dirigen preguntas que se quedan sin contestar o que solo son respondidas a su debido tiempo. El universo suele preferir al suspenso.
Llevo semanas pensando en el tiempo que ocurrió. Algunos males, ajenos y propios, y algunos funerales que me calaron el pecho, me han llevado a iterar sobre la idea de lo sucedido y lo que está por suceder. Porque al fin al cabo la muerte es una insinuación de la vida. O mejor aún, de su provecho o de su desperdicio. Por lo pronto, estoy convencido de la importancia de asir cada momento, pero sobre todo de aprovechar a esas personas que envejecen con nosotros. No todos lo hacen. Para envejecer juntos se tiene que haber vivido juntos. La senectud sabe asomarse en la mirada de quien supo de nosotros cuando el tiempo parecía tan solo pasar.