La noticia del suicidio de Sergio Urrego, en la terraza del centro comercial Titán Plaza el pasado 4 de agosto de este año, empezó a moverse desde el 6 de septiembre aproximadamente, dejando a su paso la primera intuición que uno puede tener: “bueno, otra muerte más por lo mismo”. El 7 de septiembre en la mañana El Espectador publicó el testimonio de la mamá y el papá de Sergio. Era inevitable pensar que la primera, y más obvia intuición, que se podía tener sobre el caso era reprochable, pensar “otra más” como si la vida de un ser humano se pudiera resumir en un número o en una estadística o dejar en un simple “otra más” que se comenta voz a voz tenía que dejar de ser una opción.
La historia cautiva no solo por la valentía de sus papás al contarla fuera conmovedora o por la manera en la que él mismo escribió y planificó su partida. Al final, lo más difícil fue tratar de comprender cómo un ser humano debía despedirse de su vida solo porque a otros no les parecía la manera en la que él había decidido vivirla. Y el razonamiento parece obvio e incluso podrían decir: “Pero es que no ve la cantidad de personas que hacen eso diariamente” y sí, uno lo ve, lo lee, lo escucha e incluso lo comenta, pero a veces los seres humanos nos demoramos mucho tratando de procesar algo que sencillamente nos resulta insólito.
Sergio fue víctima de una intimidación que no debería sufrir nadie, una persecución digna del siglo XV en donde eres culpable incluso aunque se compruebe lo contrario. Una persecución gestionada por la institución, que en el imaginario común, debe procurar el bienestar y la educación de aquellos que llegan a ella. La directora, psicóloga y maestros del colegio se enraizaron en su idea de que la homosexualidad es una enfermedad, el peor de los pecados y que aquel que se considere homosexual debe ser aislado. Por otro lado, la familia de la pareja de Sergio se encargó de dañar su imagen y de condenarlo a tal punto que en una de las cartas que él deja antes de morir escribe:
“Esta carta se ha escrito con el fin de esclarecer ciertos datos acerca de la denuncia de acoso sexual que han puesto los padres de mi expareja. Lo hago de manera escrita debido al suicidio que he cometido y porque no quiero que los 16 años de vida que tuve se hallen con una oscura mancha llena de mentiras”
Los culpables de la muerte de Sergio Urrego son todos aquellos que fueron incapaces de reconocerlo como un ser humano que siente y piensa, todos los que fueron incapaces de aceptar que existen otras maneras de ver el mundo y de vivirlo y que el hecho de que no se correspondan con las de ellos no las hace malas. Todos, todos los que dañaron su imagen, lo hirieron y lo obligaron a pararse en esa terraza pusieron sus manos en la espalda de este niño y lo arrojaron al vacío.
¡Qué difícil es reconocer que estamos siendo insensatos! Y más difícil es aceptar que no fuimos capaces de ver más allá. ¿Cómo es que no podemos muchas veces sentir simpatía por el otro? ¿Cómo es que nos cuesta profundamente aceptar al otro en su diferencia? Sin embargo, en los casos más extremos somos capaces de reconocer nuestra insensatez. Pero luego la directora del colegio en el que estudió Sergio, institución que causó profundo dolor en su vida, que lo discriminó, aisló y dio trato diferente, es capaz de ponerles un castigo a sus compañeros por ir al funeral de su amigo. ¡Qué descarada y descorazonada es la especie humana!
No podemos ser rectores morales del otro, no podemos enseñarle a vivir (sobre todo cuando nosotros mismos vivimos en una profunda ignorancia), no podemos juzgarlo por su forma de vida. Lo único que le debemos al otro y que el otro nos debe es el respeto mínimo que merece cualquier ser humano. Mientras la manera de ver el mundo del otro no interfiera con la mía, no me haga daño, no evite que yo satisfaga la mía, el otro tiene todo el derecho de ser ““anarco”, ateo y homosexual” usando las palabras con las que se refirió la directora de la institución educativa a Sergio Urrego luego de su muerte.