Cuando vi al profesor Fabio Rodríguez Amaya en uno de los salones de la Sorbona en París en una noche de diciembre del año 2014, caí en la cuenta de que por primera vez conocía a alguien cercano a Marvel Moreno. Como se lo expresé aquella noche, me había parecido irónico que no se conociera ni un solo registro en video o audio sobre una de las escritoras más importantes de la literatura colombiana. Terminamos la noche hablando sobre las dos únicas entrevistas en español. La primera había sido publicada el ocho de noviembre de 1981 por Jacques Gilard en el magazín dominical del periódico bogotano El Espectador. En la introducción de esta entrevista Gilard advierte que “[ …] solo una parte de estos ejes han subsistido en el resultado final por decisión de la entrevistada […]”. Dos años después, el veintiocho de agosto de 1983, Ignacio Ramírez y Olga Cristina Turriago lograron con muchísima dificulta una segunda entrevista: “Una semana después, volvimos, también con cita previa, pero con pocas esperanzas. La portera nos dejó pasar y Marvel en persona nos abrió la puerta de su apartamento y nos dijo: “ni modo, muchachos, me ganaron por cansancio”.
—¿No existe otra entrevista?— pregunté. El profesor tocó el centro de sus gafas con el dedo anular, se acomodó en su silla, y como si me estuviera haciendo el retrato de un ectoplasma, me contó sobre aquel diálogo de casi hora y media entre él y la escritora. Todo aquello había quedado registrado en tres casetes durante una noche de lluvia sin sosiego el cuatro junio de 1988, en la penúltima casa de la escritora en París.
—¿Cómo es la voz de Marvel Moreno?—indagué. Rodríguez Amaya, que además de crítico literario es pintor y un lector implacable de la obra de su amiga, dibujó una ola acústica en el aire con su mano para decirme que la voz de Moreno atravesaba las atmósferas de manera lenta, elegante y discreta. Yo me imaginé el gemido de una ballena traspasando el océano Pacífico a las seis de la tarde.
—¿Cree que algún día podría escuchar sus cintas?— fue mi última pregunta.
Dos años después, mi convenio doctoral entre la Sorbona y la Universidad de Bérgamo me llevó no solo a conocer el taller de pintura de Rodríguez Amaya en Milán, sino también la voz de una escritora cuya obra me encarceló por casi cinco años en la Biblioteca François Mitterrand. Aquella mañana de domingo en su taller de pintura en casa, en el 16 de la Via Volta, en pleno corazón de Milán, él había dispuesto las cosas para que yo escuchara la voz de Moreno, pero su reproductor de casetes tuvo el mal gusto de no funcionar. Sin embargo, había otra sorpresa. Cuando fuimos a la universidad de Bérgamo, en la oficina de Rodríguez Amaya estaban las siete cajas de lo que algún día serían “Los archivos Marvel Moreno” de la Universidad de Bérgamo. Abrí las cajas y ahí estaban: manuscritos, álbumes fotográficos, la totalidad de los diarios personales de la madre de Marvel Moreno, correspondencia, recetas de cocina, notas de puño y letra escritas al garete para decir que a ella “le importa un pito lo que piense la gente”, agendas telefónicas caligrafiadas con los amagos de los íncipits de la novela de En diciembre…; y, como un fósil de una feminidad de otra época, un arete de Marvel. Tomé el arete color coca cola y lo puse en contra luz. Mientras lo examinaba, tuve la certeza de que me encontraba frente a la tumba de Tutankamón de la literatura colombiana.
De regreso a París, en el avión, no dejaba de preguntarme qué extraña maldición iría a despertar entre los académicos y especialistas de Moreno cuando algún día se termine de construir el archivo de la Universidad de Bérgamo. Cada uno de los críticos de la obra de Moreno nos hemos inventado la Marvel Moreno que mejor nos conviene para publicar libros y artículos. ¿Para qué serviría divulgar toda esa información personal sobre una escritora cuya vida parece un culebrón de Televisa? ¿Una biografía para llevarla a Netflix? Tampoco podía quitarme de la cabeza las fotografías de Marvel Moreno durante el Carnaval de Barranquilla de 1959. Moreno aparece ataviada con ropas brillantes y magnificas plumas de ganso, cantando, riendo, bebiendo champagne, con personas famosas como la Miss Universo colombiana, Luz Marina Zuluaga. También se me venía a la memoria la foto recurrente de un hombre elegante y mestizo, de un delicado bigote como hecho con un pincel. Se le ve primero con una actitud hierática agarrándole la mano a una juvenil Marvel de amargo rictus, recibiendo la bendición de un obispo de una dura montura de gafas. Más adelante, en un safari en el África, aparece el mismo hombre de bigote brillante en posición altanera sobre un rinoceronte muerto.
También pensaba en las exageraciones de la madre en su diario. Más de tres mil páginas, trece volúmenes en los cuales la madre de Marvel se dedica a relatar cada uno de las etapas de la vida de su hija. El segundo esposo de Moreno, Jacques Fourrier, la describe en las memorias del coloquio de Toulouse como: “[…] el ejemplo mismo de la mujer frustrada, profundamente neurótica, y que impondrá a su hija una vida de inquisición, de vigilancia, de cortas luces, de prejuicios arcaicos, un infierno”. La mamá de Marvel recortaba letras diminutas de revistas para hacer los títulos en mayúscula: EL DIARIO DE MARVEL; dibujaba en los márgenes de las hojas flores, pájaros y mariposas de colores. La diarista se menciona a ella misma en tercera persona, como “la mamá de Marvel”, “su mamá”, o simplemente “Mamá”. Intentaba reproducir textualmente y comentaba los contenidos de las cartas recibidas de su hija desde París. Las conversaciones telefónicas las reescribía con un estilo teatral y reproducía cada una de sus palabras en primera persona. Escribió también cronológicamente las casi más de mil películas que su hija llegó a ver en su vida. En este diario, el personaje de Marvel Moreno es una mujer llena de matices: franca, risueña, hostil, asfixiada en Barranquilla, desesperada por el aburrimiento de la vida de ama de casa, obsesionada por escribir algún día, altamente melancólica, problemática con su familia y depresiva: “Marvel otra vez esta frente al abismo. Solo habla de matarse”, escribe la madre. No hay duda: la señora Berta es la primera biógrafa de la escritora.
Al meter mis narices en esas cajas, había tocado las vestiduras de un ídolo de la literatura. El cristal de la vitrina había sido roto. Sentí con la palma de mi mano la humanidad de Moreno… y me sentí, extrañamente, desilusionado. Como esos minerales que una vez diluidos en agua trasforman sus propiedades, su vida privada perdió cualquier interés para mí. Y caí en cuenta de que Marvel Moreno, la escritora muerta, es una invención de muchas personas.
Regresé a Milán el cuatro de julio de 2017 “dizque” para aprender italiano a la Universidad de Bérgamo, y, por fin, escuchar la voz de Moreno. Me llevé en mi maleta un destartalado reproductor de casetes marca Sony prestado por mi amigo, el difunto editor francés Bernard De Fallois. Cuando me entregó la grabadora me dijo muy contento que esa vieja grabadora la había comprado muchos años atrás, para entrevistar a François Mitterrand, pero nunca la uso porque el viejo expresidente se le murió unos días después y la grabadora había quedado ahí, esperando algún día ser usada por alguna otra voz eminente. Yo había dejado París con el revuelo mediático del hallazgo de un profesor de Quebec, quien el 14 de febrero encontró una vieja película de un matrimonio de aristócratas parisinos. En aquella cinta, el profesor reconoció la figura opaca y flemática del escritor más importante del siglo XX, bajando las escaleras de la iglesia de la Madeleine. No cabía duda. Era el único video sobre la faz de la tierra con el mismísimo Marcel Proust en movimiento.
Mirando por la ventana del avión, se me ocurrió persuadir a Rodríguez Amaya de que sus casetes eran para la historia de la literatura colombiana, lo que el video de Marcel Proust era para los franceses: un vestigio tangible de la humanidad extinguida de un escritor. Llegué en la tarde a su apartamento en Milán y lo esperé algunos momentos en su taller de pintura. Contemplé sus cuadros, uno en particular, cuyas figuras fantasmales de hombres, mujeres y niños se retorcían en una sensualidad dolorosa en los abrasadores tonos rojos y azules del lienzo —¿Cómo se llama esta pintura? —le pregunté fascinado. —Violencia —me dijo entregándome los casetes. Se tocó las gafas con el dedo anular para tomar su característico impulso para hablar, y remató señalándome con el dedo índice. —Cuida estas cintas como tu propia vida, y por favor Alexander, no omitir nada, ni siquiera las pausas en la respiración de Marvel. Miré otro de sus cuadros y podría jurar que entre los brochazos del lienzo se desvanecía el rostro de una mujer haciéndome un guiño. —Esta entrevista hay que publicarla —le dije. Ese mismo día, Rodríguez Amaya me escribió para decirme que se había puesto en contacto con varias revistas importantes de Colombia. Ahora tocaba esperar y transcribir la entrevista cuanto antes.
Dos horas después, estaba en un tren vacío hacia la milenaria ciudad de Bérgamo. En mi maleta llevaba el único registro de la voz de Moreno sobre la tierra. El corazón me palpitaba pensando en todas las torpes formas de arruinar, por equivocación, unas cintas de valor inestimable. Fui cuidadoso. Yo no sería quien iba a aparecer en los anales de literatura colombiana como el imbécil que se había cagado las cintas de Marvel Moreno. Al llegar a Bérgamo, me instalé en un viejo palacete italiano, de muros trazados de huellas de lluvia y ventanas de cuerpo entero. Aquella mansión yacía en la penumbra, la cual se interrumpía discretamente por lámparas de luz mortecina. Entre velos de maleza del jardín interior, se adivinaba una fuente corroída por el tiempo en cuyas aguas teñidas de un verde esmeralda emergía el índice acusador de una estatua de mujer mutilada. El rostro tallado parecía perfilar muecas bajo la superficie de aguas temblorosas. El dedo me apuntaba como un lápiz.
Al instalarme en mi habitación del tercer piso, observé que se podía ver el interior de las habitaciones de enfrente; se entreveía una única ventana abierta en cuyo interior flotaba un halo de luz de ámbar. También vi el jardín, la fuente, y el dedo de la estatua me seguía señalando. Eran las nueve de la noche. Me senté sobre la cama y sentía que el calor me enredaba como una telaraña invisible. Entre los velos de oscuridad de mi habitación, saqué el primer casete, lo puse en la grabadora y hundí play para resucitar un muerto. Primero se escuchó la voz de Rodríguez Amaya diciendo: “4 de julio. Estamos en París, llegué tarde a la cita de trabajo contigo, espero que me hayas perdonado de verdad”.
Luego, como el eco de un fantasma que no muestra su cara, la voz de Marvel Moreno comenzó a expandirse en mi habitación: “pero no hubo, no hubo motivaciones, no, no, no se… no se puede hablar de motivaciones, porque…porque en realidad yo no he terminado de escribir el libro de cuentos y en el…en el trayecto entre Mallorca a París, en automóvil, se me ocurrió que debía contar esa historia y luego la historia se fue aumentado y agrandando, y pero yo no tenía ningún ninguna meta”.
Mientras escuchaba, volví a mirar hacia el jardín. En una de las ventanas del segundo piso creí ver una silueta angulosa perfilándose en el umbral de la oscuridad. Me volví a concentrar en los audios. La primera impresión de la voz de Marvel Moreno fue escuchar el mismo acento de una dama elegante y chévere de Barranquilla. Y era, sobre todo, un ligero tartamudeo al comienzo de las frases. Marvel Moreno dejo de gaguear definitivamente durante el inicio de la cinta dos cuando ella hizo, lo que yo imaginé, fue un mecánico y sensual cruce de piernas. De un momento a otro, como esos seres que conocen el impulso del licor, y sus beneficios para la conversación, pidió detener la entrevista para y dijo: “¿nos tomamos algo?”. El resto de la conversación lo hizo un poderoso trago de whisky cuyo sonido encerrado en un vaso de cristal con hielo se escuchaba en los ecos negros de la cinta. Pero no podía concentrarme porque en escorzo, percibí, en el espejo de la puerta de mi armario el reflejo de un mechero cortando el vidrio con el ritmo de una luciérnaga enloquecida. Aquella silueta de la habitación de enfrente había encendido un cigarrillo y seguía ahí, con la actitud fingida de no mirar nada detrás de las volutas de humo azul.
Volví sobre las cintas. Tomé notas mientras iba descubriendo los matices de la voz de Marvel Moreno. Me pregunté cuál sería la mejor manera para trasmitirle al lector los rasgos psicológicos de la voz de una mujer que no conoceremos jamás en persona. A pesar de que su entrevista comienza con una negación, la escritora no se impone con negaciones tajantes, sino que su opinión se abre con frases como “yo creo”, “yo pienso”, “tal vez”, y “yo prefiero”. Sus respuestas más rotundas, como “[ …] yo siempre he dicho que los escritores no saben contar las mujeres [ …]”, las sustenta con episodios de películas y de libros. Cada vez que analiza a los grandes escritores, ella evoca los perfiles psicológicos de los personajes. Sobre Simone de Beauvoir dice: “pero es que Simone de Beauvoir tiene un problema y es que ella no vivió como las mujeres, ella vivió en un mundo de intelectuales, en un mundo de hombres, a ella nunca le tocó dar a luz, ni siquiera vivir esa experiencia, que es algo traumatizante, entonces, finalmente vivía el mundo a través de un prisma un poco masculino y naturalmente no puede mostrar todo el abanico de la sensibilidad de las mujeres”.
Prevalece el detalle anecdótico antes que la referencia erudita. Moreno no duda en decir “no sé”, “no me interesa” o “ni me acuerdo”. Y se ríe de ella misma. Moreno se burla de los desastres de su personaje Divina Arriaga en el Country Club. Moreno le recuerda a Rodríguez Amaya: “Yo fui reina del Carnaval, ¿tú sabes?”. Escritora y crítico se explayan en las técnicas de elaboración de personajes en la novela, el controversial lugar de Lina en la historia. Moreno dice: “bueno yo creo que finalmente el libro cuenta la educación de Lina, la educación espiritual [ …]”.
Moreno habla sobre el calor de Barranquilla y sus tardes en las playas de Puerto Colombia: “[ …] uno se acostumbra a los paisajes, pero en sí Barranquilla no es una ciudad bonita, de eso tenía consciencia, pero a mí me gustaba Barranquilla, el paisaje me parecía muy feroz, muy duro”.
La escritora explica las razones de su exilio voluntario en la “tranquila” París: “[ …] en América Latina no se encuentra un periódico como Le Monde, y creo que me haría mucha falta la cultura francesa, porque de todas maneras llegué a París, a Francia, y eso me haría mucha falta […]”.
Ella también evoca su relación con algunos de los grandes escritores de América Latina: “[…] como políticos eran nulos, absolutamente nulos, no sabían nada, y en cuanto al comportamiento personal eran machos, unos machos latinoamericanos, bueno, intelectuales, pero finalmente era lo mismo que se encontraba allá en cualquier pueblito de tu tierra, de allá de Cundinamarca, el mismo comportamiento con las mujeres, el mismo”.
En el último casete, Rodríguez Amaya, el pintor, perfila el pincelazo final de su entrevista preguntándole sobre el lupus, enfermedad que la perseguía desde hace algunos años, y sobre la muerte. Moreno afirma que no le gusta hablar de su enfermedad y prefiere evocar el relato bíblico del querubín con la espada de fuego que impide a Adán y Eva comer del árbol de la vida y conseguir así la inmortalidad. Luego añade para concluir: “solo los conocimientos, las experiencias y los estudios van llevando al hombre hacia una condición inmortal”.
Era la una de la mañana. Había escuchado los casetes dos veces. No me cabía duda de que haber desempolvado esas cintas había sido un acto de nigromancia. Abrumando por el sueño y todavía con el eco de la voz de Marvel, había olvidado aquella silueta anónima que, yo creía, me observaba desde el edificio de enfrente. La busqué y la encontré todavía con la actitud desafiante que deben tener los muertos cuando se les invoca. Me puse en mi ventana, cruce los brazos y traté de hallar sus ojos, y como si me estuviera esperando, la silueta se puso de pie con la parsimonia de un felino, luego avanzó hacia la puerta de su habitación. Al abrirla, la luz del corredor me dejó reconocer la figura estilizada de una mujer de cabello negro. Algunos segundos después, un taconeo firme se dejaba adivinar desde el corredor exterior de mi habitación. Los pasos se acrecentaban y se detuvieron en seco desde el otro lado de mi puerta. Tenía la certeza de que alguien, una mujer, iba a llamar. Me acerqué, esperé, y, de súbito, sentí los hilos invisibles del perfume de las cayenas frescas. Abrí la puerta y no había nadie. Solo encontré un alucinante jarrón desbordado de cayenas rojas y salvajes tallos verdes, cuyos pétalos, extrañamente se movían como si alguien los estuviera acariciando. Me acerqué cerciorándome de que no había corrientes de aire. Por puro instinto de la superstición, saqué las flores de su jarrón, y en el ámbito estalló entonces ese olor que yo solo he sentido en el aeropuerto de Barranquilla, después de no haber regresado a la ciudad durante muchos años. Fue un golpe en el olfato que hedía a mangle podrido, a pantano revuelto, a caimán enfermo, a río infecto. Mejor dicho, a las flores regaladas a los muertos.