A los 14 años Carlos Andrés González Zabala se había tomado tan en serio el oficio de ser cantante que ya tenía rutinas perfectamente establecidas. Por eso, en cada noche, era uno de los cantantes más buscados para protagonizar serenatas entre los despechados que frecuentaban en autos la avenida Caracas con 57. Una de ellas era, cada mañana, después de hacer sus ejercicios de canto, entonarle a Rosita, su mamá, la ranchera Serenata a mi madre. Fue un 23 de agosto del 2013 la última vez que ella le escuchó a su hijo cantarle esa canción. Era un lunes cualquiera, y Carlos Andrés se fue al colegio Los Pinos ubicado en el barrio donde había vivido siempre, Peña del Sur. Antes de llegar tenía que cumplir una cita: sus compañeros que hacían con el noveno grado le tenían una emboscada. Usaron a una niña de 13, de nombre Maria Susana, para que fuera a conocer a una jovencita que había preguntado por él y se había enamorado de su voz aflautada.
La cita supuestamente era en el Alto de la Cruz. Allí, cuchillo en mano, dos muchachos de 15 y 16 años, lo esperaban cuchillo en mano. Carlos Andrés González ignoraba que era el protagonista de una historia truculenta, como esas que cantan los mariachis al amanecer.
Pasaron los días y a Doña Flor la encontraba el alba con los ojos abiertos, en su sala, aferrada a la esperanza de volverlo a ver. Porque Carlos Andrés se había esfumado. Nadie sabía nada en su colegio, ni había llamado a alguno de sus familiares. La policía, impotente, lo buscaba hasta debajo de las piedras. A un kilómetro de su casa, y después de dos meses de búsqueda, una vecina creyó ver en un lodazal unos zapatos de charol. Siguieron el rastro y encontraron su cuerpo adentro de una cueva. Un montón de piedras cubrían la entrada.
Doña Flor enterró a su hijo y tuvo que esperar un mes más para saber la verdad: La Fiscalía detuvo a Maria Susana y ella contó todo. Le habían pagado 10 mil pesos para que convenciera a Carlos Andrés a subir a la emboscada. En el Alto de la Cruz, antes de las siete de la mañana, solo unas cuantas vacas cambiaban el paisaje. Confiados en que nadie los vería arrinconaron al niño y lo apuñalaron. Maria Susana sólo recuerda haber visto las manos teñidas de rojo de sus asesinos. Luego, ella misma ayudó a esconder el cuerpo en una cueva cuya única vida que tenía en medio de la oscuridad eran los murciélagos adheridos al techo.
La razón por la que lo mataron fue que él había enamorado, a punta de canciones de Pedro Infante, a la niña más bonita de su curso. Los gañanes no aguantaron la envidia y a punta de sangre calmaron el orgullo herido. Ocho años después sus asesinos ya pagaron su pena. No hay alba que no encuentre a Doña Rosita con los ojos abiertos pensando en su hijo.