A propósito de la sandez propuesta por el pastor Arrázola de que sus fieles continuaran con el pago oportuno del diezmo, surgió un acalorado debate sobre la cuestión y las voces a favor y en contra de la práctica del diezmo no se hicieron esperar e incluso pude leer a un internauta que respondía al senador Gustavo Bolívar, quien cuestionó la práctica: “El diezmo es un mandamiento instaurado por Dios”. Es un asunto que no debe ser tomado a la ligera pues puede estar encarnado en las creencias y en las costumbres más arraigadas de algunos creyentes; por tanto, la cuestión merece análisis.
Se debe partir de un presupuesto básico: la obligación de dar la décima parte de la producción no es una obligación cristiana, ésta fue instaurada mucho tiempo antes del cristianismo en las comunidades judías donde la tribu de los levitas estaba encargada de las labores propias del culto a Yahvé, y por tanto las demás tribus debían encargarse de su sustento. Naturalmente, la práctica del diezmo se prestó para las más variadas y corruptas triquiñuelas, como era de esperarse y como sigue sucediendo hoy en día. No obstante, en aquel momento sí se erigía como una obligación para el pueblo de Israel.
Naturalmente, todas estas leyes son producto de un proceso de reflexión y de legislación de los dirigentes de aquella época, quienes tienen en Moisés su arquetipo por excelencia y los cuales consideraban que aquellas directrices eran iluminación divina para el correcto desarrollo de su teocrática sociedad. Ninguna ley cayó del cielo milagrosamente, sino que son el resultado de un accionar legislativo de las comunidades. El pentateuco, atribuido durante mucho tiempo erróneamente a Moisés da fe de la increíble cantidad de prescripciones y restricciones que el pueblo de Israel cargaba sobre sus hombros y frente a las cuales el líder religioso de hoy en día no da cuenta, pues elige con precisión quirúrgica aquellas que son de su acomodo y que para el creyente no iniciado en el análisis de los textos bíblicos pueden ser presentados efectivamente como verdades irrefutables de la fe.
Cuando el catolicismo se exacerbó en sus prácticas económicas y perdonaba pecados a discreción a través de las indulgencias, surgió la figura de Martin Lutero, quien nos hizo caer en cuenta de una verdad sabida hace muchos siglos: para acceder a la gracia de Dios no se requiere dar ningún tipo de dinero, pues de hecho el Dios de Jesús siempre se presentó como el Dios de los pobres, a quienes éste llamó bienaventurados por ser los herederos del Reino. Frente a esto, la iglesia excomulgó a Lutero por recordarles que lo esencial del Evangelio dista mucho de la actividad económica y que la solidaridad y la misericordia sí pueden ser vistas como obligaciones del creyente, pero no el mantener con la décima parte de su salario a quienes usan la fe y la ingenuidad de los creyentes para enriquecerse.
La práctica de contribuir con ayudas económicas a las iglesias (que bien podría llamarse “diezmo”) cobra especial sentido cuando es voluntaria y consciente, no coaccionada bajo ningún tipo de autoridad (dicho sea de paso, Foucault sería feliz analizando estas relaciones de poder que se dan en las Iglesias). Es decir: soy libre de ayudar a mi Iglesia cuando mis condiciones y mis deseos así lo permitan; pero el pastor o el sacerdote no tiene autoridad alguna para exigir de los fieles la décima parte de lo que con esfuerzo han conseguido. En el nuevo testamento las menciones al diezmo por parte de la comunidad cristiana son casi nulas y si bien el apóstol Pablo invitaba a la comunicación cristiana de bienes para con la congregación en la medida de lo posible, él mismo trabajaba fabricando y reparando tiendas, con lo cual ratifica que no usó su fe para enriquecerse a costa de la comunidad cristiana.
En resumen: el verdadero desafío de los creyentes en este momento es ser testimonio de la solidaridad y la fraternidad cristiana, tendiendo la mano a todos aquellos que lo necesitan en las duras condiciones en que nos encontramos; no lavar su conciencia manteniendo a un pastor que no sigue el sabio consejo de aquella recordada senadora: trabajen, vagos.