A finales del año 2009 y mientras asistía emocionado al debate que se daba en la sociedad argentina con relación al proyecto de ley que terminó avalando el matrimonio entre personas del mismo sexo, escribí el siguiente texto que ahora desempolvo como homenaje a los miles de luchadores silenciosos por la igualdad de las personas homosexuales, que en las pasadas semanas me obsequiaron uno de esos escasos motivos para sentirme orgulloso de haber nacido en Colombia.
A PROPÓSITO DE MUROS
“Rechazamos que nos sea impuesta la moral de los Putos”. Gritaba con fervor el pasado sábado un chico de unos 22 años, cabello corto, cruz de madera al pecho y cara de buen hijo, mientras pasaba la Marcha del Orgullo Gay, justo en frente del Congreso argentino en donde se debate el proyecto de ley que avala el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Nadie le ha explicado al exaltado muchacho que la ley que rechaza no lo obliga a casarse con su mejor amigo o a comprometerse con su profesor; nadie le ha dicho que aún aprobándose la ley, podrá —si así lo soñó— casarse bajo el rito mormón o en una parroquia de pueblo o con la bendición de un pastor evangélico; en resumen, que podrá seguir teniendo la opción de hacer lo que le haga más feliz: esa misma opción que pide, y que conseguiría con la ley en cuestión, la travesti que respondía a su grito con una sonrisa amplia y desvergonzada, lanzándole un beso y enseñándole un antológico par de tetas.
La visión cristiana del matrimonio dice que solo es válida la unión heterosexual, monógama y cuya pulsión sexual se dirija a la procreación. Lo alarmante es la postura cristiana frente a las leyes relacionadas con el matrimonio: esperan que la legislación garantice que todos los ciudadanos (cristianos o no) se adhieran a su visión y que se proscriba cualquier unión por fuera de ese modelo.
Hay, del otro lado, una visión laica y atea del matrimonio: basta que dos adultos conscientes accedan libremente a compartir su vida para que se configure su derecho a unirse sin importar su condición sexual, política, racial o religiosa. Y, lo que es mucho más revelador, hay también una postura laica y atea sobre la legislación: la ley debe garantizar a cada uno su derecho a elegir. Debe amparar el derecho de los homosexuales a unirse legalmente, pero también debe amparar el derecho de los católicos, de los musulmanes o de los judíos a formalizar sus lazos según sus ritos.
Jugando a la repetición: la ley por los derechos civiles de los homosexuales, la ley por el derecho a la despenalización del aborto en casos ya establecidos, la ley en favor del derecho a morir con dignidad o la ley en pro de la despenalización del consumo de estupefacientes, no obligan a nadie a casarse con una pareja de su mismo sexo, a abortar si no lo considera éticamente defendible, a solicitar la eutanasia en caso de considerarla pecaminosa o a fumarse un porro si le resulta inmoral.
Muy por el contrario, las iniciativas religiosas en estos campos, sugieren que la totalidad de la sociedad se pliegue a la postura clerical y acepte el carácter de poseedores de la verdad que tan arrogantemente se adjudican los pastores de las creencias dominantes. En resumen, que todos vivamos no según lo que consideramos éticamente defendible sino de acuerdo a lo que la religión mande.
A propósito de las celebraciones por la caída del Muro de Berlín, recuerdo un luminoso libro del italiano Paolo Flores d’Arcais en el que analiza el papel de Karol Wojtyla en los sucesos del 89.
Lo cito:
“El totalitarismo es un perfecto sistema de alienación. Y no por casualidad. Lo es porque, en esencia, constituye la drástica supresión de la autonomía del individuo, la negación definitiva del proyecto ilustrador de unas voluntades humanas que han salido del encantamiento y que se ofrecen libremente a su propia ley”
“Es (el totalitarismo) la cloroformización de las identidades individuales.”
“El arcano estructural del totalitarismo consiste en que los individuos abdican frente a la verdad única que pretende poner término al reino de la subjetividad.”
“Antinomia de una paradoja que vale como sismógrafo del sentido secreto que caracteriza al antitotalitarismo católico: (...) quiere demostrar que a la fe totalitaria de los comunismos sólo se puede oponer la totalidad de la verdad de la fe católica.”
Mientras veía en un canal de la tele el informe de la Marcha Gay y en el otro las celebraciones en Berlín, pensé en lo mucho y en lo poco que ha cambiado el mundo desde el 89.
Y pensé sobre todo en los muros que nos falta por derribar, en lo sólidos que son y en lo estúpidos que solemos ser mientras vemos que los construyen en nuestras narices.