Es temprano en el hospital y sin embargo se escucha el melodramático cantar del instrumental tecnológico que compone la sinfonía de los equipos biomédicos, se desplaza lentamente el dispensario farmacéutico cargando consigo el escape o por lo menos el engaño al monstruo que nos abraza – la enfermedad – es una criatura mitológica que produce miedo y espanto a todo aquel con quien convive.
Los habitantes de este mundo inhóspito y de gamas de colores neutros no poseen rostros, hay una recubierta facial de amalgama de figuras y dehiscencias faciales, carecen de expresiones estos habitantes y al parecer portan nudos agobiantes a sus cuellos maltrechos, les quitan la respiración, creo yo al oírlos jadear sin sentido mientras recorren los pasillos de este terreno de desesperanza y dolor. Los pasillos son túneles sin fin casi interconectados por otros mundos semejantes repletos de más maquinaria biomédica, robots estáticos conectados a las vidas de moribundos postrados en camas o sillas sin esperanzas, estos moribundos carecen de sentidos – absortos del mismo mundo inhóspito que los rodea – ellos esperan alguna especie de fugaz momento de eterna juventud.
Las maquinas no duermen, los moribundos mucho menos, dependen de ellas para mantenerse en la sinfonía de la desgracia, al parecer todos podríamos estar condenados a tocar la melodía de la decadencia. Día a día decae y falla nuestro sistema funcional, entra en putrefacción nuestros tornillos y válvulas, irremediablemente el mecanismo del reloj se deteriora, no hay marcha atrás y el camino ya está definido.
Al fondo de pronto se ilumina el canto lúgubre mecanicista, entran biombos con comparsas de colores radiantes que poco a poco delimitan el grisáceo ambiente de la madriguera de jeringas, confeti con serpientes de goma e inmensos pintorescos personajes escapan a esta dimensión, ellos son los juglares de la risa, caminantes de la diatriba diaria, reconocen la salud como un campo de combate así que deciden enfrentarse a la indiferencia.
Las armas de estos juglares son la música y la poesía, son el canto y la algarabía, son el sabor y la elocuencia, ellos se transforman en seres fantásticos y los moribundos abren sus ojos por primera vez en eones de años, los moribundos escapan de las cadenas y vibran con el sonar de las canciones, se levantan en alma y posan para el instante mágico del momento.
Segundo a segundo, los juglares de la risa – son mucho más que payasos – los terapeutas del humor deciden enfrentar al monstruo que abraza, al Coco que habita en la penumbra, le cantan y lo seducen, hasta negocian con él. El Coco cede a ratos y se cansa de pelear, le permite a estos payasos convertirse en los médicos y sanadores de la sala. Los demás, esos habitantes del mundo inhóspito, reaccionan y se dan cuenta que están vivos, al reaccionar cooperan con los juglares y reemplazan la penicilina por una danza, le agregan a la dipirona un toque de magia, se dan cuenta ellos que están vivos y que tanto los moribundos como los habitantes sin rostro necesitan de estos juglares, necesitan cada día mas que estos payasos jueguen a cambiar el mundo.