A propósito de la COP16, démosle la bienvenida a una quinta revolución espiritual

A propósito de la COP16, démosle la bienvenida a una quinta revolución espiritual

Partiendo de todo lo que ya sabemos, debemos ir más allá. El otro no es “el otro”, el otro soy yo mismo. Y aquí explico por qué se trata de una revolución espiritual

Por: Sara Moreno
marzo 06, 2024
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A propósito de la COP16, démosle la bienvenida a una quinta revolución espiritual

Crecí en Cartagena con el amor de papá y mamá, un hermano, un par de abuelos, tíos, primos, otros familiares y parientes, buenos vecinos y amigos; y una familia materna en Bucaramanga, con más tíos y primos, otro par de abuelos, mas familiares y amigos. Fui una niña rodeada de mucho amor. 

Fui a un colegio de monjas (como correspondía), fui "aplicada" y  hacendosa y me gradué a tiempo y con buenas notas, como se esperaba. Después fui a la universidad y obtuve un grado profesional. Conseguí mi primer trabajo en la incubadora de empresas de la universidad y unos meses después me casé con un buen hombre. Todo estaba echado, como ven, para  tener una familia y vida sin tachas y exitosas. 

Pero después de dos matrimonios, un divorcio, dos maternidades y una expatriación, empecé a descubrir que en la vida las tachas y el éxito no eran como las había aprendido. Ni en el colegio de monjas, ni en la universidad, ni en el cursillo prematrimonial del padre de la iglesia de Santo Toribio. Mi vida no sería más que una vida normal. 

A los veinticuatro años, cuando me casé, aunque no lo creyera, la boca todavía me sabía a tetero de agua de panela con leche. Era lógico que no supiera más que lo que había aprendido en los finales felices de las telenovelas. Pero la carrera de la adultez, el matrimonio y la crianza suelen no equivocarse: poco a poco fui comprendiendo que lo más importante en la vida no era casarse bien y ser exitoso, sino, darse cuenta. Del sol, si había salido. De su calor. De la gente alrededor. De sus conversaciones y sonrisas. Más adelante, en mi caso, de las de mis hijas. Del agua cayendo de la pluma (la llave) mientras lavaba los platos, y de las comidas cocinándose mientras estaban listos el almuerzo y la comida. 

En ese proceso, me di cuenta de otra cosa: que no éramos burbujas (humanas) que vivían separadas entre sí ni de todo lo demás, sino que estábamos interconectados. Pero no de manera figurada, sino literal. 

La primera vez que lo noté fue un día que dejé a mi bebita recién nacida con mi mamá para ir a una cita. Cuando llamé para preguntar por la niña y la escuché llorando en el fondo, se me escurrió la leche de los pezones. Ese día empezaría a darme cuenta de que todo entraba a nuestro cuerpo, a través de los sentidos (los sonidos, los olores, las imágenes...), en un recorrido, desde afuera y de vuelta, por todos nuestros sistemas. Nervioso, respiratorio, digestivo, circulatorio, endocrino, reproductivo, etc: no somos burbujas humanas desconectadas de lo demás, estamos interconectados con todo lo que nos rodea. TODO.

El científico ruso Vladimir Vernadskyy, fundador de la geoquímica, lo había expresado ya cuando dijo que “el dióxido de carbono que exhalamos como producto de desecho se convierte en la fuerza que da vida a una planta; a su vez, el desperdicio de oxígeno de la planta nos da la vida a nosotros”.

La escritora y terapeuta junguiana Clarissa Pinkola Estés, lo ilustró de esta manera en su su libro Mujeres que corren con los lobos: "las historias habladas tocan el nervio auditivo, que recorre el suelo del cráneo hasta el tronco del encéfalo, justo debajo de la protuberancia. Allí, los impulsos auditivos se transmiten hacia la conciencia". Para claridad del lector, la historia hablada no es mas que un conjunto de vibraciones que entran a nuestros oídos a travez del aire. Recordemos que se dice que las palabras curan (o lo contrario, dependiendo de ellas). Lo mismo que sucede con lo que oímos, sucede con lo que olemos, vemos, degustamos y tocamos. 

No somos solo un organismo vivo, sino que constituimos un único ecosistema con muchas partes diferenciadas. Nuestra interdependencia con todo aquello que nos rodea es un hecho inexorable de la vida. Rachel Carson, en su lucha contra el uso indiscriminado de pesticidas, anotaba lo siguiente: "los pesticidas contaminan las corrientes de agua y a los peces. El veneno viaja a lo largo de la cadena alimenticia hasta llegar a los pajaritos y silenciar la primavera. Se refería, específicamente, a la mortandad de petirrojos en Massachusetts, Estados Unidos, donde su amiga y periodista Olga Owens Huckins tenía una propiedad y vivía. Los petirrojos no estaban muriendo porque alguien los estuviera matando directamente, a los petirrojos los estaba matando el uso indiscriminado de pesticidas que empezó a mediados de 1940, después de la segunda guerra mundial. En aquella época, el descubrimiento de Carson constituyó una revolución que daría origen a la ecología.

Ahora, creo yo, debemos emprender una revolución espiritual. Partiendo de todo lo que ya sabemos, debemos ir más allá. El otro no es “el otro”, el otro soy yo mismo. Se trata de una revolución espiritual porque nuestro espíritu sólo puede estar en el intercambio de gases y vibraciones que nos une. La espiritualidad es, esencialmente, el acto de respirar. En la medida en que nos concentremos en ello, estaremos mejor habilitados para cuidar todo aquello que nos rodea; lo notaremos (nos daremos cuenta). Igualmente, estaremos mejor habilitados para dialogar: no perderemos tiempo insultándonos en X o reproduciendo memes de WhatsApp, usaremos ese tiempo para cuidarnos y comprendernos.

¡Respira!

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