A veces me encuentro con mi amigo Pablo. Me duele su hablar crudo, franco, realista, si bien siento que oírlo es necesario, pues en mi soledad la angustia dicta cosas parecidas. Compartir las osadías de la mente permite descubrir que no son tan descabelladas las ideas que rondan nuestro pensamiento. Ellas fluyen en todo momento, incesantes, crueles.
A nuestra generación le tocó el culo de la mula. Así se llamaba una vereda en la Sierra Nevada de Santa Marta, situada en un rincón lejano e inaccesible. Lo dice mi amigo Pablo, sin haber puesto nunca un pie en ella. Se refiere al resultado último de nuestro esfuerzo vital. Por convicción, por decencia, por inclinación social y moral nos hicimos revolucionarios desde jóvenes.
Creímos en el socialismo, aprendimos a quererlo, soñarlo y lucharlo. Conocimos personas con calidad humana extraordinaria, que trabajaban de manera desinteresada por un mundo mejor para todos. Las obras literarias, novela y poesía, eran más grandes si apuntalaban el sueño de la sociedad sin clases. La ciencia corroboraba día a día la verdad de la doctrina.
Dedicamos nuestras vidas a ello. Redimir la humanidad de la pobreza, la injusticia, la guerra y la opresión resultaban recompensas más valiosas que el cielo de los cristianos. Nuestra familia no era sólo la ligada por vínculos de sangre, sino sobre todo la integrada por gentes que sufrían y merecían un destino mejor. Por ellas valía darlo todo, hasta la vida misma.
El entorno estimulaba. Un tercio de la humanidad conformaba sociedades socialistas, y lo había logrado en menos de medio siglo. Con revoluciones, levantamientos nacionales, haciendo añicos al fascismo. En la universidad discutíamos si la religión desaparecería como producto de los cambios, o renacería como el culto del amor sin necesidad de Dios.
Muy a nuestro pesar la revolución rusa se hundió como el Titanic, al tiempo que la revolución china adquirió un rumbo con sabor a blasfemia. El socialismo de Europa Oriental se esfumó. Nuestro heroico Vietnam mutó en socio comercial del Imperio. Se apagan por obra del tiempo la indignación ante la guerra civil y la pérdida de la República en España.
La lucha guerrillera, descrita por el Che Guevara como el escalón más alto de la especie humana, perdió por completo su prestigio. No solo porque hubiera sufrido graves derrotas, sino porque finalmente se prolongó sin victoria más allá de toda paciencia. La bandera de la revolución se trocó por la de la paz, a la espera incierta de que vuelva a triunfar algún día la causa de los de abajo.
En el entretanto tenemos que soportar a Uribe y su carga de crímenes a cuestas, defendiendo la pureza del Centro Demoníaco y condenando al socialismo. A su partido clamando porque se rompan las relaciones con Cuba. Al gobierno de Duque y sus reformas tributarias, mascullando lecciones de respeto a la protesta. A la Policía aclarando el asesinato del presidente haitiano. Al Ejército balbucear explicaciones sobre sus héroes transmutados en mercenarios y sicarios.
Habitamos un país cuya dirigencia se precia de poseer la democracia más antigua del continente. Ajeno a las dictaduras y golpes de Estado. Gobernado por la derecha desde la época de nuestro tatarabuelos. Con historias de violencias multiplicadas geométricamente. De las cuatrocientas mil víctimas de los años cincuenta, pasamos a los ocho millones sesenta años después.
Un país dominado por terratenientes, banqueros, narcotraficantes y corruptos. Que le disputa a Haití el primer puesto en la desigualdad. En el que las mafias y las bandas criminales pelechan arrulladas por poderosos intereses nacionales, regionales y locales. En el que se asesina sin piedad a líderes sociales, defensores de derechos humanos y firmantes de la paz. En el que cada mes son desplazados por la violencia miles de pobladores.
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Al menos una parte considerable de nuestra generación lo dio todo por darle una nueva horma a esta nación. Conozco de miles que dejaron su sangre en el camino
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Ante el despertar callejero de la juventud que por todo el país exige atención y reformas, se nos dice que no hicimos nada por evitar la actual tragedia. Eso no es cierto. Al menos una parte considerable de nuestra generación lo dio todo por darle una nueva horma a esta nación. Conozco de miles que dejaron su sangre en el camino. Es sólo que no lo conseguimos.
Ahora nos toca sufrir por Cuba. Bloqueada, saboteada, condenada por el sucio uribismo y el Imperio. Erguida con dignidad conmovedora. En medio de las enormes dificultades que atraviesa, aún representa el sueño socialista que movilizó miles de millones de seres humanos. Una gigante comuna de París capaz de sobrevivir por más de seis décadas.
César Vallejo lo temió para España en su aparta de mí este cáliz: “…si no veis a nadie, si os asustan/ los lápices sin punta, si la madre/ España cae —digo, es un decir—/ salid, niños del mundo; id a buscarla!…” Pablo y yo, más rústicos, simplemente decimos: ¡Ah, era miserable la que nos tocó en suerte vivir!