Al primer abogado que quiso investigar el asesinato de mi padre, José Antequera, lo mataron o le desaparecieron a la mujer y los hijos. No recuerdo bien, mi madre me lo contó hace muchos años. El segundo dijo que la asesoraba, pero que no se comprometía. Tenía miedo. Mi madre decidió no insistir. Cuando Jahel Quiroga Carrillo y Aida Avella le dijeron que iban a denunciar el genocidio contra la Unión Patriótica en la justicia internacional, ella dijo que sí, que aportaba lo que le pidieran. Y que sea lo que Dios quiera.
Mi madre entregó todo lo que le quedaba de mi padre. Empezando por su memoria, tan llena de detalles. Su testimonio estaba acompañado de cartas, condolencias con membrete dorado, recortes de periódico, cintas de video, fotos enteras y cortadas, documentos oficiales y clandestinos. Ella dice que nunca pensó que su costumbre de conservar hasta una servilleta pudiera servirle algún día para algo. Gracias a su minuciosa labor, el de mi padre es uno de los casos más documentados dentro del caso colectivo. El caso 11.227 en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Pobre mi madre, se acuerda de todo. Su cuerpo también. Cada año, cerca del 3 de marzo enfermaba y acababa en el hospital. Abscesos dentales, orzuelos infectados, cálculos renales, encías sangrantes, ganglios linfáticos inflamados, los pies llenos de sarpullido. Solo podían darle reposo y calmantes porque los exámenes decían que su cuerpo estaba bien; a pesar de los síntomas evidentes, palpables, dolorosos. Mi madre tiene una salud de hierro porque le da de todo, pero todo lo supera.
Ayer hablé con ella. Me dijo que llevaba tres días con el estómago revuelto y vomitando, pero que se siente bien. “Ya me conoces, hija. Siempre es lo mismo. Hablo con tu papá, porque ajá, qué más voy a hacer”. Me la puedo imaginar, con una mano en la cintura y un cigarro en la otra frente a la vitrina donde están las cenizas de mi padre, los libros, el peine azul, una camiseta, la agenda de teléfonos con una marca de bala, el bolígrafo que ella le había prestado y que él le devolvió tres horas antes de que lo mataran. “Toma, esto es tuyo, yo no me llevo nada”.
Dijo que está nerviosa porque Reiniciar le ha pedido que sea una de las representantes de las víctimas en la mesa que se va a instalar durante la transmisión del fallo de la CIDH, que se hará en el Centro de Memoria Paz y Reconciliación (CMPR) que dirige mi hermano José. A mí todo esto me parece casi justicia poética, como dicen.
Digo casi porque a pesar de la magnitud del evento, no habrá verdad, ni justicia, ni reparación. Solo queda la esperanza de la no repetición. Hay cientos de pruebas que demuestran el genocidio cometido por el Estado colombiano contra los miembros de la UP, pero no es suficiente como verdad. Aunque algunos victimarios hayan contado con detalle lo que pasó, eso tampoco alcanza. Como tampoco alcanzan los informes que recogen los testimonios y las cifras siempre imprecisas de la barbarie.
No hay justicia. El culpable sigue siendo la mano negra que, aunque tiene nombre y apellidos, no pagará condena. No habrá cárcel. Y de haberla, no será suficiente. No habrá reparación para lo irreparable. Es imposible juntar pedazos; no se puede hacer nada con el polvo.
En el evento estarán las viudas, los huérfanos, representantes del Gobierno, la prensa. Las puertas abiertas. Se acabaron los homenajes a puerta cerrada. No más figuras de cartón en la plaza para recordarlos. No más cuerpos vestidos de blanco para invocar el dolor.
Tanto tiempo esperando este momento y ahora que llega, me embarga una sensación extraña. Uno se acostumbra a la resignación, como dijo mi madre por teléfono. Es difícil de explicar. Sin piernas no se puede correr, pero con una prótesis puedes ser, incluso, un campeón. No sé si el símil es válido. Ya dije que es difícil de explicar.
Escribo esto horas antes de que comience la audiencia, convencida de que el fallo será favorable para las víctimas. No puedo imaginar lo contrario. Será una condena histórica y singular en América Latina. Y no porque yo lo diga, lo dice la justicia. No por falta de casos similares. Qué dirían los chilenos, los argentinos, los centroamericanos. Se trata de una condena particular porque en Colombia el genocidio no se dio en el marco de una dictatura. Todo pasó frente a nuestros ojos, como titula el informe. Todo pasó en democracia.
Lo que va a pasar hoy en la audiencia es que nos van a decir que sí. Que matar, desaparecer y torturar es imperdonable. Que no hay razón para encarcelar, exiliar, acorralar ni masacrar a pueblos enteros por ser de izquierda. Que el Estado es culpable por acción y por omisión. Que el exterminio fue planificado. Que muchos militares, políticos y empresarios se empeñaron en destruir cualquier cosa que oliera a comunismo y se lucraron con ello. Que las más de cinco mil víctimas de la UP son una vergüenza para el país y que el mundo entero tiene que saberlo. Lo que va a pasar hoy es el reconocimiento del dolor.
Hoy termina la búsqueda. Sea cual sea el fallo, a partir de hoy habrá un final para contarle a los hijos, a los nietos, a quien desconozca la historia y quiera conocerla, y a quien no también.
He imaginado este momento miles de veces. Me hubiera gustado estar presente para darle las gracias a Corporación Reiniciar por tantos años de trabajo. Para verle la cara de orgullo a mi madre, para darle un abrazo a mi hermano Jose Antequera Guzmán y a aquellos con quienes me unen otros lazos de sangre. Pero elegí la vida lejos, y solo puedo intentar aplacar con palabras esta extraña sensación que me tiene nerviosa, con la mandíbula tensa y el sueño alterado.
Veré la transmisión de la audiencia por internet. Me levantaré para aplaudir, brindaré por mi padre y perdonaré a Dios por haberse equivocado.
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