No recuerdo en mis largos años un presidente tan vapuleado, irrespetado, ridiculizado y caricaturizado como Duque. Cierro mis ojos y me pongo en su pellejo o, como dicen ahora, en sus zapatos. Me pregunto: ¿leerá Duque las columnas de opinión de los periódicos?, ¿se las comentarán sus asesores, amigos o familia?, ¿habrá pensado en cómo va a pasar a la historia?, ¿sentirá dolor, vergüenza o rabia?, ¿o no le importará?
Y pienso en la dignidad, esa semilla interna que habita en nuestro ser, que lleva a que tarde o temprano nos hagamos valer como seres humanos y demostremos que no somos el hazmerreír de nadie; que tenemos más inteligencia que cualquiera; y que poseemos más conocimiento, fortaleza, decisión y sensibilidad que nadie, pero que por alguna razón alguien nos cogió en la hora boba y quiso hacer de nosotros un feo muñeco ventrílocuo para hacernos el eco de su enfermedad mental, de su maldad e inconsciencia.
He visto a mujeres maltratadas liberarse de su verdugo, unas antes que otras. Lo hacen por respeto a ellas mismas, por sus hijos, por las personas que aman y las aman, para que no les quede en su memoria de vida familiar tan infame lastre.
Hombres y mujeres oprimidos, que pasado su estado de debilidad dan la lucha, libran la batalla, hacen público el abuso, hacen algo heroico que los reivindica como seres humanos valiosos, capaces, dignos, mandando al carajo a su titiritero, demostrándose que no son los débiles, ni los imbéciles ni los incapaces.
Así me gustaría ver a Duque liberándose del abusador, del enfermo mental, del todopoderoso. Seguro cambiaría la historia, su historia y la de millones de personas que queremos verlo como el presidente que dio inicio a verdaderos cambios sociales, que se sobrepuso al abusador, al manchado que ve a nuestra nación como su finca y al pueblo colombiano como sus peones.