"A mi hijo lo asesinaron por no querer hacer falsos positivos": papá del cabo Carvajal

"A mi hijo lo asesinaron por no querer hacer falsos positivos": papá del cabo Carvajal

¿Qué se esconde detrás de la muerte de Raúl Antonio? Según su padre, el soldado fue una víctima más en la lista del sangriento prontuario del ejército

Por: Carlos de Urabá
octubre 29, 2020
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.

Una historia desgarradora sobre el asesinato de un cabo del ejército por presuntamente negarse a ejecutar inocentes para hacerlos pasar por guerrilleros.

El ejército, según la constitución política, tiene la sagrada misión de defender la soberanía y el orden constitucional del país; aunque en la práctica su verdadero papel sea el de salvaguardar la propiedad privada y proteger los bienes e intereses de la oligarquía.

El régimen cívico-militar colombiano cuenta con un pie de fuerza de casi cuatrocientos mil efectivos, repartidos entre policías y militares —la inmensa mayoría pertenecientes a los estratos más bajos de la sociedad, o sea, hijos de campesinos, obreros y trabajadores—, dispuestos a ofrendar sus vidas en honor a sus patrones.

¿Cómo mantener a raya a 20 millones de pobres y a 8 millones de indigentes? No queda otra alternativa que usar a la fuerza pública para intentar contener la rebelión social.

La delincuencia también debemos considerarla una guerra popular contra el Estado corrupto y opresor. En ciertas épocas del año el ejército colombiano realiza su campaña de reclutamiento por los pueblos y ciudades del país. Buscan carne de cañón: llegan por sorpresa y detienen a los jóvenes con el fin de comprobar su situación militar.

Si carecen de la libreta, de inmediato son remitidos en camiones a los cuarteles para ultimar los trámites de incorporación a filas. Este es en toda regla un secuestro legal y no hay objeción posible, pues de inmediato serían calificados de traidores a la patria. El ejército necesita sangre fresca que avive el fuego diabólico de su maquinaria guerrerista.

Pero lo más curioso es que las batidas de reclutamiento jamás pasan por los barrios altos, los condominios o las zonas residenciales donde habitan las clases más pudientes. En conclusión, la defensa de la patria es una tarea exclusiva de los más pobres.

El adoctrinamiento de los futuros soldaditos se inicia desde la escuela, donde los maestros les inculcan el amor por las armas y el espíritu nacionalista. Sin olvidar quizás la lección más importante: el respeto a la jerarquía para que entiendan ante quien tienen que agachar la cabeza.

Los medios de comunicación también cumplen un papel fundamental en la forja del orgullo belicista... porque es preciso sembrar un sentimiento de odio y de venganza: los buenos contra los malos, los rojos contra los azules. Necesitamos elegir un enemigo contra el cual descargar nuestras iras. El arte de matar suscita un gran atractivo y muchos jóvenes sueñan con empuñar las armas y verse coronados igual que sus héroes favoritos.

La libreta militar es un documento imprescindible para obtener empleo, diplomarse, firmar contratos o tramitar el pasaporte. Todo ciudadano que se precie debe portarla, aunque también se pueden adquirir fraudulentamente comprándolas a oficiales corruptos (las ofertas oscilan entre 400.000 pesos y 600.000 pesos) o falsificando documentos que certifiquen que el interesado sufre alguna enfermedad grave o está cursando estudios superiores. Como es el conocido caso de Tomás y Jerónimo, los hijos del presidente Uribe, que no van a la guerra que promueve con tanto ahínco su papacito.

Ahora bien, por la prestación del servicio, el soldado devenga 70.000 pesos mensuales (2009), que, teniendo en cuenta el coste de la vida, es una suma irrisoria que no sirve para nada. De ahí que la gleba tenga que poner de su propio bolsillo para mantenerse dignamente. No olvidemos que los sacrificios son pocos con tal de pertenecer al “glorioso ejército nacional”.

A los generalotes les encanta jugar con sus soldaditos de plomo, planificar las batallas y mover las fichas sobre el tablero a su antojo. No les dejan ni tiempo libre, pues con todo el descaro los obligan a realizar labores domésticas en sus residencias y haciendas como jardineros, cocineros, choferes, mecánicos, electricistas o guardaespaldas.

El soldado que tras 18 meses de servicio militar obligatorio desee continuar en el ejército debe firmar un compromiso como soldado profesional, cuyo sueldo básico es de 900.000 pesos mensuales, más pagas extras, dietas, seguro médico familiar, descuento en comisariatos o supermercados y alguna que otras subvenciones nada despreciables. Esta es una opción muy recomendable para una juventud cada día más agobiada por el desempleo y la falta de oportunidades.

Según los analistas, las fuerzas armadas colombianas se consideran una de las más grandes de Latinoamérica. Los Estados Unidos por medio del Plan Colombia les entregan una inestimable ayuda de 500 millones de dólares anuales. Aunque el gran total del ministerio de la guerra asciende a los 21,12 billones de pesos (11.057 millones de dólares); es decir, superior a los 20 billones de pesos (10.500 millones de dólares) que recibe el Ministerio de Educación. Definitivamente la paz no puede competir con los beneficios económicos que genera la guerra.

La política de seguridad democrática, implementada por Uribe Vélez, es una doctrina autoritaria cuyo principal objetivo es la defensa de los intereses de la oligarquía, es decir, tiene que velar por el patrimonio de los hacendados, empresarios, industriales o inversionistas extranjeros. La militarización del país es la única alternativa para conducirlo por la senda de la prosperidad y el progreso.

Al Estado colombiano no le interesa prevenir el delito, sino castigarlo, es un Estado represor que necesita más policías, más militares, más cárceles, más fosas comunes, más armas, más torturas, exterminio, muerte y desapariciones.

El ejército colombiano desde siempre ha simpatizado con los principios ideológicos del fascismo. El Führer, Franco o Mussolini han sido sus más destacados inspiradores. Por eso a nadie debe extrañarle que se haya aliado a los paramilitares, provocando uno de los más abominables genocidios jamás conocidos en nuestra historia contemporánea.

La violencia en Colombia ha dejado miles y miles de muertos, desaparecidos, heridos, desplazados, inválidos, viudas y huérfanos, una cifra que se dispara sin que el gobierno tenga la voluntad de detener esta espantosa sangría.

En los últimos años han salido a la luz pública el maltrato recibido por los soldados en los cuarteles. Durante el período de instrucción los oficiales sin piedad les aplican brutales castigos a los reclutas: se les tortura, se les viola con el cañón de la ametralladora o se queman con hierros candentes para comprobar su grado de resistencia. El fin principal es crear monstruos dispuestos a devorar sin contemplación a sus enemigos.

No entendemos por qué esas madres hacendosas que crian amorosamente a sus hijos, esos padres que se desvelan y les brindan todo su cariño, cuando cumplen diez y ocho años se los entregan en el cuartel para que un cabo o un sargento los dome a patadas y puñetazos. Pero, bueno, así son las tradiciones de la sociedad civilizada y hay que respetarlas.

Este es apenas el prólogo de una historia cruel y desgarradora que a continuación voy a relatar, una que descubre en toda su magnitud el grado de perversión y barbarie alcanzado por el glorioso ejército colombiano.

El año pasado mientras caminaba en la plaza de Bolívar de Bogotá encontré a un personaje cubierto con la bandera de Colombia y una pancarta colgada en el pecho en la que se veía impresa la foto de un soldado. El hombre al verme venir me entregó un volante en el cual explicaba el motivo de su protesta.

“A mi hijo el cabo Raúl Antonio Carvajal Londoño lo asesinaron en el Norte de Santander por no querer hacer falsos positivos. Al parecer fueron los mismos comandantes que él tenía”, dijo.

A continuación se presentó como Raúl Carvajal Pérez, transportador del mercado de Montería (Córdoba) y padre del suboficial del ejército Raúl Antonio Carvajal Londoño, asesinado, según él, por sus propios mandos en oscuras circunstancias. ¿Asesinado por sus propios mandos? Esto es algo inaudito, pensé en mis adentros.

Inmediatamente, entablamos una larga conversación sobre los pormenores de tan trágico suceso. Don Raúl portaba una voluminosa carpeta donde tenía clasificados infinidad de documentos probatorios de su infructuosa lucha por hacer justicia. En Colombia este es el pan de cada día: las desapariciones forzadas, las ejecuciones extrajudiciales o falsos positivos para cobrar recompensas y ganar ascensos.

¿Por qué ejecutaron al cabo Raúl Carvajal Londoño?, ¿por qué se habría hecho un montaje para eliminarlo y culpar a la guerrilla? Estos son interrogantes que poco a poco intentaremos dilucidar.

Sentados a la sombra de la estatua de Simón Bolívar, don Raúl me fue poniendo al tanto de su odisea, mostrándome infinidad de documentos originales, las cartas que presentó a las distintas entidades y funcionarios, como, por ejemplo, a la Dra. Marisol Ariza Piñeros (coordinadora de atención a las víctimas de la Unidad Nacional de Derechos Humanos), al coronel Juan Carlos Gómez (del Ministerio de Defensa), a Cybbele Haupert (de la oficina del alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos), a Catalina Estela Vega Rodríguez (fiscal en Cúcuta) y a Catalina Sánchez (del comité de la Cruz Roja Internacional).

Así mismo, a Milosz Kusz y Paula Berlutti (de la Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas), a Marta López Bayón (de la Misión de apoyo al Proceso de Paz en Colombia de la OEA), al abogado Juvenal Arévalo Quintero (del ministerio público de la Procuraduría), a Mario Iguarán (entonces fiscal general), a Álvaro Uribe (entonces presidente), a Juan Manuel Santos (ministro de Defensa), a monseñor Rubiano (de la Conferencia Episcopal), al Movimiento Nacional de Víctimas, y una larga lista que sería muy tedioso enumerar.

Pero nada de nada, todo ha sido en vano. Y a pesar de haber movido cielo y tierra, nadie se ha dignado darle una respuesta. En fin, para mitigar su desasosiego saca de su mochila más arrumes de papeles que ha ido acumulando a lo largo del tiempo; letra muerta y estéril que no sirve ni para enjuagarse las lágrimas. Simplemente le transmiten las condolencias, le dicen que su solicitud ya está radicada y que, por favor, vuelva la próxima semana. Y así le van dando largas y pasan los días, los meses y los años atrapado en un callejón sin salida

La burocracia judicial es muy lenta y existen toneladas y toneladas de expedientes que permanecen enmohecidos en las bodegas de los juzgados esperando que algún juez se digne abrir una investigación. ¿Quiénes son los culpables?, ¿dónde están las pruebas periciales?, ¿y los testigos? Este es un asunto muy engorroso que precisa de un bufete de abogados que muevan el caso. Lo que significa desembolsar una buena suma de dinero y don Raúl gana un salario mínimo con el que a duras penas mantiene a su familia. Además, si no cuenta con influencias políticas y sociales, las probabilidades de éxito son casi nulas.

Pero don Raúl Carvajal Pérez no da su brazo a torcer. Él amaba a su hijo y ese amor es el que le da la fuerza de voluntad necesaria para no claudicar. Hasta el presente sigue con el mismo empeño pidiendo citas y entrevistas con los funcionarios o los mandos militares, continúa escribiendo cartas o realizando sus protestas por las calles y en las plazas públicas con la esperanza de clarificar la verdad y que se castiguen a los culpables.

Se ha acostumbrado a hacer interminables colas, a que le pongan mala cara y a que con tono despectivo le digan que vuelva mañana. Un sello, otro sello, una firma y más certificados y papeles para la colección. Si llama por teléfono le contestan que de parte de quién, que llame más tarde a ver si ha regresado. Juegan con él como si fuera una pelota, lo mandan de un lado para otro en un vano intento por quitárselo de encima.

De repente un día, sin ni siquiera notificárselo con anterioridad, se presentó en su casa una extraña comitiva que venía a hacerle entrega de una caja mortuoria. ¡Qué macabra sorpresa! Cuando la abrió encontró el cadáver de su hijo bañado en sangre y con un tiro en la sien —el cuerpo venía amortajado con la gloriosa bandera colombiana—. "Fue como si me hubieran clavado una puñalada en el corazón", me comentó entristecido. Cómo es posible que alguien que entregó los mejores años de su vida a la institución castrense le hayan pagado de esta manera. Tan aberrante humillación no admite calificativos y refleja a la perfección el grado de barbarie alcanzado por el ejército nacional.

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Muchos padres y madres en Colombia se hacen las mismas preguntas que don Raúl: ¿qué le habrá pasado a mi hijo o a mi hija?, ¿por qué lo mataron? Ya sean guerrilleros, militares, delincuentes, narcotraficantes, el hecho es que buena parte de nuestra juventud está siendo sacrificada por culpa de la maldita violencia.

Son tantos y tantos casos de asesinatos, torturas o desapariciones que el sistema judicial no da abasto, la impunidad capea a sus anchas y con el paso del tiempo los delitos irremediablemente pasarán al limbo del olvido. A los familiares de las víctimas no les queda más consuelo que poner una velita en el altar y rezar por el ánima del difunto. Si la justicia humana falla, al menos la justicia divina los puede reivindicar.

Don Raúl, por culpa de esta tragedia, ha perdido su patrimonio. Carece de recursos y son muy pocas las personas que se solidarizan con su causa. Lo tratan peor que un apestado pues, como bien se lo advirtió el coronel Juan Carlos Gómez, con su actitud está denigrando el buen nombre de las fuerzas armadas.

"¡Pero mire lo que han hecho con mi hijo!", dice mientras me enseña la foto de Raúl Antonio, bañado en sangre y con un tiro en la sien. "Esto no se le hace ni al peor de los enemigos", agregó. Y para colmo, su esposa y su hijita después del funeral desaparecieron y no sabemos nada de ellas. "¿Será que también las eliminaron?", se preguntó amargo don Raúl.

El hijo de Don Raúl podría ser el hijo de cualquier familia colombiana, enamorado de su esposa y de su hija, con proyectos de futuro y apasionado con su carrera militar. Sin embargo, un día tuvo que elegir entre ser cómplice de las ejecuciones extrajudiciales para cobrar recompensas o mantenerse fiel a los principios éticos y morales que había aprendido desde niño. Entonces, sin pensarlo dos veces, se negó a cumplir las órdenes y participar en esos crímenes. Una valerosa decisión que lamentablemente habría sido su condena a muerte.

Así fue como el día 8 de octubre del 2006, a las 11:30 a.m., en un lugar conocido como el Alto de la Virgen, localizado entre los municipios de Tibú y El Tarra, en el curso de la Operación Serpiente en la que participaba la unidad Destructor Uno, agregada a la segunda división del ejército, hubo un enfrentamiento contra supuestos guerrilleros de la columna móvil Arturo Ruiz Ont de las Farc.

Según la versión oficial de los hechos, como consecuencia del mismo cayeron víctimas de los disparos de un francotirador el cabo Raúl Carvajal Londoño y el soldado José López Ardila. Por “casualidad”, ambos transferidos a Norte de Santander y pertenecientes al Batallón de Infantería Antonio Ricaurte de Bucaramanga. Aunque los informes del batallón número 10 José Concha de Tarra contradicen los hechos certificando que ese día ni en los posteriores se registraron combates en la zona.

El caso, tras ser conducido a la morgue, el cuerpo del cabo Carvajal fue examinado por un experto en criminalística del CTI, quien aseguró que el disparo que le causó la muerte se hizo a menos de dos metros de distancia.

Hasta bien entrada la tarde de ese domingo sabanero, don Raúl seguía desahogando su impotencia. Ahora resulta que por culpa de sus denuncias y protestas los jueces y los militares vienen investigándolo a él y a su familia. “Será que los culpables vamos a ser nosotros”, se preguntó en tono irónico.

Don Raúl me narró con nostalgia esa época en que su hijo jugaba a los policías y los ladrones con sus amiguitos en el parque del barrio. Raúl, desde niñito, quería ser aviador. Por eso justo cuando cumplió los 18 años ingresó como voluntario al ejército. Le encantaba vestirse con el uniforme militar y pasear altivo por las calles despertando la envidia de la gente.

Desde el año 2005, el cabo Raúl Carvajal Londoño se encontraba adscrito al batallón de infantería número 14, Antonio Ricaurte de Bucaramanga, bajo el mando del teniente coronel Álvaro Diego Tamayo Hoyos —sobre quien la Fiscalía ha emitido una orden de captura por el caso de los falsos positivos de Soacha—. Pero, intempestivamente, para cubrir una baja en el servicio en el mes de octubre del 2006, fue enviado a la segunda división del ejército en Norte de Santander bajo las órdenes del comandante Pardo.

Ese día 8 de octubre del 2006, cuando el pelotón que él dirigía atravesaba una trocha selvática, el puntero o encargado de abrir el camino a la tropa, el soldado Óscar Agudelo Ruiz, oculto tras unos matorrales a sangre fría, habría disparado contra el cabo Raúl Carvajal y el soldado José López Ardila, causándoles la muerte (versión confirmada por algunos de sus compañeros que han preferido mantener el anonimato). Como nadie sabía de dónde provenían los disparos, creyeron que se trataba de una emboscada de la guerrilla y enseguida se inició la balacera.

Seguramente, el cabo Raúl Carvajal se dio cuenta de los oscuros manejos que existían en esa unidad y se negó a entrar en el juego diabólico de las recompensas y las alianzas con los narcotraficantes y paramilitares de la región. De este modo se habría convertido en un testigo incómodo que los podría delatar y sus mandos no habrían tenido más remedio que quitárselo de encima.

Sus superiores se habrían inventado un ataque guerrillero para asesinarlo vilmente. Todos los integrantes del pelotón corroboraron la versión oficial, aunque ofreciendo notorias contradicciones que hacen sospechar que algo turbio se fraguaba. Los soldados declararon bajo juramento que las muertes de sus compañeros fueron causadas por la guerrilla. Se presume que por temor a las represalias nadie se atreve a decir la verdad ante los tribunales. Incluso ningún abogado quiere hacerse cargo del caso porque saben que se juegan la vida.

Los falsos positivos o ejecuciones extrajudiciales, la corrupción y alianzas con los narcotraficantes tuvieron especial incidencia en Norte de Santander, concretamente en la zona de Ocaña, la puerta de entrada al Catatumbo, una zona selvática en la frontera con Venezuela donde se cultiva y procesa la coca.

Estos hechos delincuenciales se destaparon gracias a las investigaciones periodísticas sobre la increíble historia de los jóvenes de Soacha ejecutados por el ejército en Ocaña, Norte de Santander. El gobierno para contrarrestar el escándalo a nivel internacional lo único que hizo fue pasar a situación de retiro a los comandantes y generales responsables de las unidades que cometieron dichos asesinatos. Por el momento en la Fiscalía solo se han judicializado a los militares de más bajo rango.

Don Raúl tuvo las agallas de irse a protestar hasta la mismísima finca el Ubérrimo, propiedad del presidente Uribe y situada muy cerca de Montería. Allí se coló saltándose las barreras de seguridad dispuesto a dejar sentir su indignación. Con la pancarta de su hijo en el pecho y enarbolando la bandera colombiana encaró al presidente que en esos momentos se encontraba domando un caballo de paso.

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"Presidente Uribe, ¡ayúdeme, por favor! No sé qué pasó con mi hijo, el cabo Raúl Carvajal Londoño. Necesito que me ponga un abogado que reabra el caso", le dijo en voz alta. Al instante, los escoltas lo apuntaron con sus ametralladoras. Don Raúl levantó los brazos y el presidente le ordenó al jefe de la guardia presidencial, el general Buitrago, que le tomara declaración y se hiciera cargo de la denuncia.

Uribe, como buen fariseo, le sonrió y dándole una palmadita en la espalda, le dijo: "Tranquilo, hombre, que yo hablo con el comandante de las fuerzas militares para que averigüe por el caso de su pelado". ¡Qué ingenuo! Don Raúl en su desesperación fue a reclamarle a quien inventó el sistema recompensas e incentivos por matar enemigos. Posteriormente, lo enfrentaría en plena plaza pública acusándolo de asesino y paramilitar.

Recién este año, gracias a un testigo protegido por la Fiscalía General de la Nación, se comprobaron los nexos que mantenían los militares de la segunda división del ejército en Norte de Santander con los narcotraficantes, los numerosos actos de corrupción y las ejecuciones de inocentes o “falsos positivos”, eufemismo con el que se le quiere maquillar estos terribles crímenes.

Entre los culpables cabe destacar al general jefe Paulino Coronado, comandante de la brigada 30 del ejército, al general y excomandante de la segunda división del ejército José Joaquín Cortés, al coronel Gabriel Rincón Amado, jefe de operaciones de la brigada Móvil número 15, al coronel Álvaro Diego Tamayo Hoyos, del Batallón Santander. Dichos mandos, ante los pobres resultados que ofrecían sus unidades en la lucha contra la subversión, hicieron pasar a jóvenes, a indigentes, a campesinos o enfermos mentales por guerrilleros caídos en combate.

Al cabo Raúl Carvajal, afirma su padre, lo eliminaron sus superiores contando con la complicidad de sus compañeros. Tanta cobardía, tanta podredumbre y tanta perversión es difícil de imaginar. Pero los verdaderos inductores de su asesinato no serían otros que el presidente Uribe, el ministro Santos y el comandante Freddy Padilla de León, ya que ellos eran los que exigían a sus subordinados una cuota semanal de muerte y destrucción. ¡Ataquen, maten y destruyan!

Si presentaban resultados positivos, como se conoce en el argot castrense, se les premiaba con ascensos, vacaciones y jugosas recompensas en metálico. De lo contrario, podían ser castigados con una mala calificación en la hoja de vida y transferidos a los batallones que operan en zona roja. Qué casualidad que la mayoría de los muchachos desaparecidos en Soacha fueron ejecutados cerca de Ocaña, donde tenía su base la brigada móvil número 15, a cargo de la segunda división del ejército. Y lo más intrigante es que allí fue donde asesinaron al cabo Raúl Carvajal Londoño.

La jerarquía militar se respeta y no queda más remedio que callar y obedecer a los superiores. En el ejército existe un juramento sagrado bajo el cual se esconde su tenebroso prontuario. Pero de vez en cuando surgen personajes como el cabo Raúl Carvajal Londoño que se rebelan ante las injusticias y prefieren ofrendar sus vidas antes que convertirse en sicarios o verdugos.

A mi parecer, el presidente Uribe y la cúpula militar son los directos responsables de la guerra sucia, las torturas, las desapariciones y los bombardeos contra la población civil. Los máximos dirigentes amparados en la constitución no tienen ningún reparo en fumigar la selva con glifosato, quemar los bosques, invadir países vecinos, desplazar a los campesinos, arrebatarles sus tierras y condenarlos al desarraigo.

Colombia es una colonia vendida al capital extranjero, la cabeza de puente del imperialismo en Latinoamérica, un gran latifundio gobernado por dirigentes corruptos y mafiosos respaldados por una aplastante mayoría parlamentaria que les otorga carta blanca para hacer y deshacer a su antojo.

Cae la noche en la Plaza de Bolívar y don Raúl se despide de mí con un fuerte apretón de manos. Con los ojos llorosos me ruega que no lo olvide y que lo tenga al tanto de mis investigaciones. Cubierto con la bandera colombiana y luciendo en su cabeza el quepis de su hijo, se marcha con paso lerdo por las gélidas calles bogotanas. A él le importan un bledo las amenazas e intimidaciones que ha recibido, pues no tiene nada que perder. Desde aquel fatídico 8 de octubre del 2006, cuando asesinaron a su hijo, de alguna manera también lo mataron a él.

Don Raúl se siente traicionado. Ha perdido la fe en las instituciones de su querida Colombia y la única esperanza que le queda es que el caso de su hijo sea remitido a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a la Corte Penal Internacional (con sede en Estrasburgo) o a la Audiencia Nacional Española. Él está decidido a agotar todas las instancias y a seguir en la lucha hasta las últimas consecuencias.

Aunque al final comprendió que iba a ser imposible que su voz y sus reclamos sean escuchados... tal es su indignación que en el año 2011 decidió sacar la momia de su hijo de la tumba en el cementerio de Montería y llevársela de peregrinación hasta Bogotá para exhibirla a modo de protesta en plena Plaza de Bolívar. Desgarrador gesto que traduce la impotencia de un padre por esclarecer el asesinato de su hijo.

Estos crímenes de lesa humanidad no prescriben y estamos seguros de que le llegará la hora de la justa reparación.

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