Durante toda mi infancia asistí a marchas. Mis padres vieron necesario salir a marchar para defender y requerir sus derechos, eran estudiantes de la Universidad Pedagógica y también maestros. Es por eso que siempre vi en las marchas un sentido colectivo que no veía en ningún otro lugar, en la marcha yo era hijo de todos y mi nombre difundía y adoptaba el de mi papá en diminutivo.
Las marchas, las considero yo, como la expresión política de los ciudadanos cuya marca y símbolo es la inmediatez, los problemas son tan aquejantes que hay que salir a la calle para defender sus derechos. Por eso cuando se reglamenta que hay que pedir permiso dos semanas antes para hacer una marcha solo queda reírnos del oxímoron. En últimas, las marchas son una demostración de una voluntad popular que pretende llegar, más rápido que la votación, a los gobernantes en sus torres de marfil, y así participar activamente de la democracia.
Con esta idea entré a la universidad, solo para toparme con la reforma educativa a la ley 30 del 2011. En esa ocasión se hicieron reuniones, cabildos, mingas. Hablamos, discutimos, hicimos trabajos universitarios con respecto a esta reforma. Pero sobre todo marchamos, marchamos de día, marchamos de noche, marchamos desnudos, marchamos como zombies. También, levantamos carteles, le gritamos a la policía, le gritamos al esmad y sobre todo sufrimos al esmad. Finalmente ganamos, pero lo que ganamos no fue mucho, es más no fue nada. La marcha estudiantil del 2011 intentó transformar la educación universitaria en Colombia, pero logró dejarla igual hasta nuestros días.
Mi padre hoy día sigue en paro, ya ad portas de su pensión y pidiendo casi lo mismo que pedía hace 20 años cuando marchaba conmigo. A veces creo que las marchas son más de lo que el sistema actual puede sostener, una marcha es una radicalización de la democracia, una necesaria radicalización, pero una que empiezo a dudar si llegará. Hoy 20 años después mi papá sigue marchando con las mismas esperanzas, y yo lo sigo acompañando ya sin ellas.
