Este es, cerrando el año, mi enamorado homenaje a las canciones. Lo escribo pensando en el Maestro Álvaro Serrano: un gigante que tiene el poder de doblegar, a besos, la palabra.
Buenos Aires, Argentina, mayo de 2009
A 120 kilómetros por hora, en plena Ruta 7 y bajo el más hermosos cielo que recuerde desde aquel que a los 17 años me regaló el Cabo de la Vela, Nacho conduce feliz su camioneta mientras Juan Manuel ceba el mate y AC-DC truena en los parlantes.
Recorremos los 700 kilómetros que separan a Villa Mercedes en San Luis y a su despampanante estudio de grabación recién estrenado, con Buenos Aires y su bullicio: ese que nuestros oídos saturados de insonorización ya comienzan a extrañar.
La última parada fue en una gasolinera perdida en medio de la nada, 200 kilómetros, un termo de mate y seis alfajores gigantes atrás. Ahora volamos y el cuadro consiste en un túnel negro que las luces del auto van desvirgando y tres tipos hipnotizados que llevan el beat del bombo con cualquiera que sea la parte menos cansada de su cuerpo.
En un momento Nacho baja el volumen y se hace un silencio de motor ronroneante.
—¿Sabés Pala? —Me dice.
—Recuerdo un día de mi adolescencia, cuando en plena madrugada salía solo de un pueblito de Córdoba manejando a toda velocidad y escuchando precisamente este disco. En ese entonces comenzaba a intuir que la felicidad aparecía por escasos soplos de tiempo, y recuerdo haber pensado que si la dicha existía tenía que ser algo exactamente igual a eso: a conducir veloz por una ruta interminable, escuchando reventar en tus oídos una canción inmortal.
Nacho sonríe y sube de nuevo el volumen.
Por un rato pienso en lo que mi amigo contó y recuerdo algo con lo que nunca he estado de acuerdo: la afirmación de que las canciones le pueden cambiar la vida a la gente. Sé que muchos de mis buenos amigos no piensan igual, pero qué le voy a hacer.
Algunas canciones me han regalado momentos memorables, otras me han sacado lágrimas y algunas pocas me han dicho lo que necesitaba en el momento justo. Sin embargo siempre desestimé el lugar en el que algunas personas situaban a los compositores: el parnaso del iluminado capaz de hacerte encontrar la dicha. El del elegido para tocar el alma de los demás. El del predilecto. El del ungido.
Siempre pensé que un buen compositor es digno de ser elogiado, pero no más que un buen médico o un buen historiador. Que la idolatría va en detrimento del oficio: a un mesías no se le cuestiona. Que no se debe glorificar el quehacer del compositor sino todo lo contrario: aterrizarlo para exigirle.
Una buena canción es un obsequio para los sentidos y la sensibilidad, pero nadie que la escuche será finalmente más o menos feliz por haberlo hecho. Pienso que todos seguimos igual cuando el walkman dice stop. (Perdón pero la imagen pide walkman y ni IPhone). Eso es lo que he pensado siempre.
Pero tal vez mi teoría tenga una grieta.
En el horizonte se intuyen las luces de Buenos Aires.
Pienso en mis canciones. Ellas, o al menos algunas de ellas, me trajeron al Sur y me han llevado a lugares que jamás soñé visitar. Por ellas estoy ahora viajando veloz con Nacho y Juan Manuel al son de la banda de los hermanos Young, llenando el piso de la camioneta de restos de alfajor, incapaz de mirar otra cosa que no sea el cielo repleto de estrellas, totalmente feliz.
No me equivoqué. Sigo pensando que las canciones no cambian la vida de nadie. Que tienen mil veces más poder un beso o una caricia. Lo que debo reconocer es que mis canciones sí tenían un poder: el de cambiar mi propia vida.
Let me put my love into you, Colombita.