La Plaza de Cayzedo, sitiada por la clandestinidad

La Plaza de Cayzedo, sitiada por la clandestinidad

Las ventas ambulantes y la prostitución están minando este emblemático lugar de Cali. Relato de un problema social

Por: Fernando Alexis Jiménez
agosto 06, 2019
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La Plaza de Cayzedo, sitiada por la clandestinidad
Foto: Gersonparra11 - CC BY-SA 3.0

A la sombra de las enormes palmeras de la Plaza de Cayzedo se han tejido muchas historias. Claudia y Andrés se citaban para hablar por horas, soñando con un futuro juntos, hasta que se casaron. Los negocios que concretó Mario, el comisionista de finca raíz, mientras encarretaba a los clientes sobre las bondades de las propiedades que iban a adquirir. Y no faltan los contertulios que pasan una eternidad jugando ajedrez, vaticinando sobre política, o comentando los libros que llegan a la Nacional y que leen furtivamente, porque muchos no tienen un peso para comprarlos nuevos. Los intelectuales clandestinos, como se denominan, porque leen a la gorra.

En ese monumento histórico del centro de Cali pasa de todo. Y ha sido así por décadas, desde cuando se inauguró en 1813, cambiando su denominación original de Plaza Mayor por el de Plaza de la Constitución. Pero la amenaza es que su conversión en mercado persa, aleja a los turistas que encontraban en ese sitio el lugar ideal para tomarse una foto.

Desde las seis de la mañana comienza el movimiento. Se puede conseguir café y un pan grande por ochocientos pesos. “Aquí vendemos el desayuno más barato de la ciudad”, argumenta Olivia Guachetá, quien llegó hace veinte años del Cauca, cada vez que le compro tinto, de camino para la oficina. A esa hora, la metrópoli está muy fresca. A pocos metros, los lustradores de calzado. Hay una docena. “Le prometo que no le mancho las medias”, dicen mientras golpean la caja de madera, como si se tratara de un extraño rito para atraer clientes. Por mil pesos la embolada, no es mucho lo que se pueda reclamar.

Hasta allí, todo bien. Al fin y al cabo, la Sultana apenas despierta. El sol se levanta perezoso y se proyecta por encima del Palacio Nacional al tiempo que la Catedral de San Pedro comienza a llenarse de personas que, además de persignarse, no quieren ir al trabajo sin antes escuchar la misa. El distintivo de una ciudad que conserva su aire parroquial.

Sin embargo, hay un problema. La Plaza de Cayzedo conjuga dos elementos que inquietan: de un lado se convirtió en un mercado persa, y de otro, en una zona de tolerancia disimulada. Si arrima después de las nueve de la mañana, podrá comprobarlo. Las actividades, lícitas unas y clandestinas las otras, se prolongan hasta las diez de la noche, o más.

Las ventas ambulantes en un lugar emblemático

A diferencia del Parque de San Nicolás en donde literalmente se puede conseguir desde una aguja hasta un carro, en la Plaza de Cayzedo el espacio público lo han invadido progresivamente.

Venden tarjetas sim card, comidas rápidas, frutas, vidrio templado para proteger el celular, lotería y chance, hasta camisetas “A dos por treinta mil pesos, aproveche la ganga…”.

Los comerciantes ocupan, como mínimo, un metro cuadrado. Cuando llevan un tiempo de posesión, lo transfieren, así, sin más. Como si fueran los dueños de esa franja de adoquín.

“Me cobraron doscientos mil pesos por ese puestico”, me contó Arturo Otero, con quien hablé antes de escribir estas líneas. Se lo compró a un vendedor de manga viche, que ahora se instaló en la calle trece, a dos cuadras de allí. ¿Le dio algún documento? “Nada, simplemente me dijo: párese aquí y no se deje mover ni por el berraco. Lo demás ha sido por mi cuenta. Doscientos mil que conseguí prestados con un gota a gota, pero ya los pagué”, confiesa con el mismo aire triunfalista de quien compra una chuchería y, tiempo después, descubre que era una joya.

“Aquí le dicen papito sin conocerlo”

Si alguien está ávido de amor furtivo, puede satisfacer sus necesidades en la Plaza de Cayzedo. Allí se hacen los primeros contactos. Hecha la transacción, se consuma en el Charisti, un cuchitril que hace las veces de motel, frente al Teatro Municipal.

El costo por hora, en promedio, es de veinte mil pesos. Barato, eso sí. Pero si lo pringan con un sida o una enfermedad venérea, que es lo más probable, usted responde.

El espacio de trabajo se lo disputan colombianas y venezolanas, de todas las edades, contextura física y color. Hace quince días, como pueden testimoniarlo quienes pasaron por allí, se enfrentaron dos de ellas por un cliente. Se gritaban: “Yo lo vi primero”, y la otra: “Pero a él le gusto yo”. Pura bullaranga, afortunadamente. El hombre se encogió de hombros y se fue con una curiosa que, igual, se dedica al oficio más antiguo del mundo.

Era mediodía y el sol azotaba con fuerza. Pero, para muchos, cuando la naturaleza llama, no hay quien la detenga.

“Aquí se consiguen mujeres para todos los gustos y para todos los presupuestos”, considera Arturo, quien, sin pretenderlo, se convirtió en mi aliado para obtener la información. A cambio, le compré el vidrio protector para el celular, desgastado después de tanto totazo.

Controles y paliativos

El problema es grave, para propios y extraños. No se resuelve con los operativos que, además de esporádicos, parecen meros paliativos.  Un lugar emblemático de la ciudad se está empañando cada día más. Por ejemplo, retiran un vendedor, y mañana hay dos más. Corretean a las mujeres que trabajan en la Plaza, y llegan más, como si se tratara de crispetas de maíz que se multiplican con el calor.

Determinar que ejercen la prostitución, no es fácil. Por eso, continúan paseándose de un lugar a otro, diciéndole a cuanto ciudadano pasa por allí: “Papito, venga, vámonos un rato”.

Lo más probable es que si don Joaquín de Cayzedo y Cuero y los nueve soldados más que murieron peleando las batallas por la libertad y en cuyo honor se erigió este monumento, se enteraran de lo que ocurre allí, se revolcarían en la tumba.

“Venga, papito, vámonos un rato”, le dice con aire de coquetería la señora que lo mira desde hace rato, sentada en una de las bancas de granito de la Plaza, y a pocos metros, el vendedor de agua de coco: “A dos mil pesos el vaso, para que se quite tanta calentura, y le damos su ñapa…”

Entretanto comienza a caer la tarde. Las enormes palmeras se mecen cadenciosamente con la brisa proveniente de los farallones…

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