A la memoria de Luis Miguel Madrid

A la memoria de Luis Miguel Madrid

El escritor, editor y activista cultural español ha fallecido tras contraer el coronavirus en su país de origen. In memóriam

Por: Harold Alvarado Tenorio
abril 27, 2020
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A la memoria de Luis Miguel Madrid
Foto: Letras Libres

En uno de esos viajes que hice a Madrid, a comienzos de los años noventa gracias a una bolsa de estudios concedida por el presidente español durante la visita al premier Li Peng, con ocasión de la firma del contrato para la construcción de la central eléctrica de Yahekou, en la provincia de Henan, conocí a Luis Miguel Madrid [1960-2020].

A un grupo de hispano hablantes nos invitaron a la ceremonia. No habríamos sido más de diez, entre los cuales, el único colombiano era yo. Luego de la ceremonia, donde Felipe González no dijo esta boca es mía respecto de los derechos humanos o los presos políticos, Li Peng elogió los juegos olímpicos de Barcelona y González prometió apoyo para llevar a cabo los de Pekín.

En otra parte he narrado cómo conocí a Felipe González y Alfonso Guerra en un cine de barrio cerca de la calle donde yo vivía en Malasaña, cuando eran clandestinos. González, luego de la ceremonia en el Gran Salón del Pueblo [人民大会堂] de la Plaza de Tiananmén, se aproximó al grupo de invitados latinos y fue saludando uno a uno. Cuando me daba la mano le dije “mucho gusto volver a verle camarada Isidoro”. Boquiabierto preguntó dónde nos habíamos conocido. Le recordé que en el cine Pez el invierno del setenta, cuando hacia visitas a los vecinos, y Guerra había recitado un poema de Gil de Biedma. Entonces me dio un abrazo y dijo que por carta recordara a La Moncloa de nuestro encuentro y a vuelta de correo me enviaron una subvención de Cultura Hispánica por seis meses de estudio, en Madrid, todo incluido.

A finales de ese verano, durante la Fiesta de la Paloma en las Vistillas madrileñas, terminé recalando en una suerte de trastienda que parecía escenografía de La Traviata, o el comienzo De sobremesa de Silva, en la plaza Gabriel Miró, con nombre de poema surrealista: María Pandora. Allí fuimos a parar luego de haber visto, como una alucinación, a un director de cine nacional intentando ligar a una de las infantas hermana del actual rey, que, en compañía de su padre, asistían al evento trajeadas de manolas, con mantón de Manila, en la plaza ajardinada. Carlos Palau estaba bailando chotis con Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad de Borbón y Grecia, todavía soltera. Iba yo en compaña de un crítico de arte conceptual de El País y luego de acercarnos a Palau, sugirió entráramos a esa champañería, donde al vernos y oírnos, su aparente casero preguntó de donde éramos y qué hacíamos por esos pagos.

El crítico, golpeado en un ojo la noche anterior por una de sus féminas, tan dipsómanas como él, llevaba un parche de pirata y como la cruda consuetudinaria le exigía una cerveza, procedió a deslumbrar al propietario, que le sirvió una tónica con ginebra, que nunca pagó. Y viendo un acrílico que tenía delante juzgó para el respetable: “impacta el contraste de la alta temperatura de su frialdad conceptual o posminimalista.” Palau dijo entonces, “y este es un poeta de Buga”. Luis Miguel, quizás para sacudirse un poco la pedantería de mi sangrón, dijo que justo el año pasado había ganado un premio de poesía en Jaén y que el concurso estaba abierto a hispanoamericanos y españoles. Así fue como envié unos cuantos poemas y terminé ganando ese año el Arcipreste de Hita, el único premio de poesía que he recibido. De no haber sido por Luis Miguel jamás habría sabido de la existencia de ese concurso que permitió se conocieran, al menos por una minoría, mis versos de entonces.

Luismi, --ha escrito hace poco Daniel Gascón de Letras Libres--, estaba siempre detrás de la barra, con su gorra que hacía pensar en un capitán de barco. Podía contarte historias eruditas y quizá algo fantasiosas sobre los orígenes de Madrid, las capas y secretos de la ciudad. Era culto y modesto, cariñoso y discreto a la vez, un excéntrico natural, generoso y entusiasta.”

Varias veces regresé ese verano a María Pandora donde presentaban poetas y músicos y se reunían cineastas y uno que otro actor y actrices jóvenes. Nuestras conversaciones giraron muchas veces sobre mis actividades en Pekín, que intrigaban a Luis Miguel, que pensaría, se me ocurre, yo era una suerte de espía o agente secreto, porque en varias ocasiones fui en compaña de orientales y no entendía como un colombiano graduado, como él, en la Complutense, se dedicaba en el oriente a aconsejar compras de material cultural para una empresa estatal china.  Por esas razones decía que nos hermanaba la poesía, los estudios y el mercadeo, porque si yo promovía compras de libros, telenovelas, traducciones y turismo, y escribía poesía, él, de su parte, estaba dedicado a la hostelería y la gastronomía, y con mucho sigilo escribía versos vanguardistas.

Aquellos años Luis Miguel venia colaborando en el Instituto Cervantes con textos sobre autores latinoamericanos, los que mejor conocía, como Girondo, Nicanor Parra, o Jorge Teiller, Zurita, Gelman y otros que prefiero no mencionar, como Benedetti, a quien detesto.  Todavía no comprendo por qué gustaba de Zurita y Rojas, que había estado en China y Cuba después de convencer a Salvador Allende que era el heredero lírico de Neruda, beneficio que se disputaba con Zurita, uno de los intrigantes comunistas más curtidos, adicto a ser invitado a universidades norteamericanas, país que odia hasta el extremo de afirmar, un día, en Berlín, luego de una de sus extendidas curdas, que la depre que padecía era causada por Georges W. Bush, que acababa de invadir Afganistán e Irak, y por tanto, iba a suicidarse. Zurita dice que el único poeta que le aventaja en traducciones de sus textos no es Neruda, sino el director del Festival de Poesía de Medellín, cuya obra se conoce en 107 idiomas. Luis Miguel no objetaba políticamente nada con énfasis, porque le tenía sin cuidado y lo que realmente festejaba eran los tonos de esos poetas, tan diversos a los españoles de la generación del cincuenta, así admirara y mucho, a Ángel González o Carlos Edmundo de Ory. Ahora que lo pienso, en algunos poemas de Luis Miguel, de aquellos tiempos, se siente un tono y una música sorda que recuerdo en Teiller, una ética que proclama cómo la realidad está atada con una cubierta que aparenta ser felicidad, pero que oculta un precio, una deuda. Muchos de sus textos se sostienen en andamiajes sintácticos hechos de un talante paradójico, rutinas cuotidianas, morriñas, rebuscamientos, candidez y sabiduría.

Teiller, por ejemplo, dice:

Y tú quieres oír, tú quieres entender. Y yo

te digo: olvida lo que oyes, lees o escribes.

Lo que escribo no es para ti, ni para mí, ni

para los iniciados. Es para la niña que nadie

saca a bailar, es para los hermanos que

afrontan la borrachera y a quienes desdeñan

los que se creen santos, profetas o poderosos.

Y Luis Miguel:

Te prometo que no te odio

ni guardo hacia ti rencor alguno.

De lo que pasó no me acuerdo,

lo que me hiciste no dejó otra huella

que tu insistencia en el perdón.

Créeme, que no tienes culpa

ni deuda que pagarme.

Si acaso, trata de olvidar,

Ya, que, a todos los efectos,

hace media hora que nos conocimos.

Volví a verle en Colombia, a comienzos del siglo, cuando la capital estaba sitiada por las FARC y vino a un festival donde regresó por cuatro o cinco veces. Fui a buscarle al hotel y cuál no sería mi asombro, al darme cuenta, que no me reconocía, ni recordaba nuestros encuentros en Madrid. Sólo cuando le repetí la reseña del zoilo sobre el cuadro en María Pandora, con el parche en el ojo, cayó en cuenta quien le hablaba. Eran los años de la inauguración de un nuevo gobierno tras el fracaso de la paz del Caguán y la vida nocturna bogotana había crecido en oferta y géneros de la mano de un alcalde parrandero y borrachín, capo del partido político más corrupto que tuvo la capital en veinte años, así la represión policial fuera indudable en ciertos sectores porque hostigaba a subversivos y traficantes de los nuevos productos, mientras crecían exponencialmente los gustos y placeres de las clases dirigentes, la novedosa Social Bacanería, que hacia de las suyas en restaurantes de lujo, clubes privados y casas propias y apartamentos sobre los cerros tutelares, donde, si no había servida una inmensa bandeja con cocaína, en el baño principal durante la fiesta de fin de semana, se era un don nadie.

Luis Miguel y Carmen Nozal convencieron a dos poetas peninsulares, que hacían parte del elenco del festival, de ir de copas y ronda por la noche bogotana. Uno era un andaluz medio moro, típico cateto de pueblo, intrigante de cámara fotográfica, con un ojo mirando al otro mundo, que no perdía ocasión de entregar en mano una antología de su obra flamenca y postinera, cuya estética es una cacofonía: “La única manera de que lo que diga uno sea personal es escarbando dentro de uno mismo”; y el otro, su antípoda, señorito gatuno con dedos enfundados en anillos de diversos valores, a partir diamantes hasta fruslerías, de caña en mano, canotier de pajilla, tafetán de colores diversos, diente incisivo móvil y halitosis rutilante sumada a bromhidrosis, que hizo exclamar a un portero de los bares: “necesita, de inmediato, un baño excelencia”. Otro más, que hizo parte de la comitiva del gobierno español, se negó a venir porque “tenía que ir de cena con el ministro de cultura del Banco de la República, que está desnivelado, y el señor Embajador de España, que nunca va de copas”. Hoy, como era previsible, ocupa la dirección del Instituto Cervantes.

Camino de la Primero de Mayo, al sur de Bogotá, donde hervía entonces la movida con unos doscientos nuevos bares y discotecas y moteles, la mayoría  con nombres como Rancho Rey donde actuaban Los Agaves, los Tucanes de Zipaquirá, los Tigres de Villavicencio o los Chaparrales, pura épica de narco, la ilegalidad y las pasiones zanjadas con humo de pistola, o los que exhibían el pendón del arco iris como Arcadia, Sugar o Acertijo, con sus enormes muchachos chorreando aceite en sus cuerpos desnudos y hombres y mujeres cataban sus penes como bombón de chocolate, la policía detuvo la cuatro puertas negra Cherokee Laredo en que circulábamos, porque eran los vehículo-símbolo de los lavaperros del narco. Nos hicieron descender, nos cachearon, examinaron el baúl y pidieron las identidades, con la mala fortuna que el poeta Madrid había dejado en su hotel todo, menos los euros, que, al verlos, la autoridad decidió hacer más preguntas: ¿por qué andan por estos lados?, ¿quiénes son ustedes?, ¿porque tres españoles?, y ¿quién es usted, el que conduce? Hubo que mostrar la página fresca de El Tiempo para que creyeran se trataba de unos poetas, gente inofensiva y nada vinculada con la guerrilla y menos con el narco. Creo que este poema de Nozal hace referencia a esa aventura:

La noche es la ramera

que se arrastra por el mundo.

El mundo es una calle.

La calle es una pierna

que llega al fin del mundo.

El mundo es un burdel

donde jadea Dios.

Tirada en la ciudad,

la puta es Dios y Dios es una piedra.

El año siguiente el hoy senador Pablo Catatumbo secuestró a uno de mis tíos, que tenía 82 años y le mantuvo casi medio año en un zulo cuatro metros bajo tierra. Poeta, industrial, ex alcalde de su pueblo, las FARC no tuvieron piedad con él, que moriría luego de perder casi cuarenta kilos. Luis Miguel escribió una nota en Babab pidiendo su liberación y difundiendo algunos de sus poemas. “El poeta Rogerio Tenorio –dijo-- desapareció de Buga, en Colombia, el último día 12 de diciembre. No hay noticias, ya que como suele suceder, sobre los secuestros sólo se habla de acontecimientos anteriores a la desaparición y como es el desconcierto es grande se ocultan los caminos… como si desaparecieran los diarios, una mano oculta desconectara la tele o sofocara la radio.”

A renglón seguido, una banda de asesinos que decían ser de las AUC, comandadas por un tal Jonás, invadieron mi chacra en las afueras de Bogotá, torturaron al agregado atándole con alambres de púas, en cuclillas, calándole en tanques con agua para que confesara quien era yo, y tras obligarme a ir hasta el predio para liberarle, luego de robar su salario y cesantías, le asesinaron a bala al lado de sus padres. Tenía 22 años.

Ese año volví a verme con Luis Miguel en Bogotá. Y mas aquelarres acaecieron entonces como el que narró el venezolano Leonardo Padrón en El Nacional de Caracas. Luego de haber visitado el mas famoso lugar de rumba de entonces, y ahora, una discoteca de diez mil metros cuadrados, en seis pisos y diez ambientes donde los fines de semana se agolpan ocho mil personas, terminamos en casa de un millonario aficionado al canto e imitador de Frank Sinatra.

La manada de poetas fue invitada a un cóctel en casa de un empresario petrolero. Al llegar, una imagen inaudita nos arrasa al fastidio: las paredes, todas, están tapizadas por enormes fotos de chicas de 16, 17 o, no sé, máximo 20 años, abrazadas al magnate, que exhibe su impudicia. Hay fotos en la sala, los pasillos, los baños, donde debería haber libros, donde suelen ir las ventanas, y donde podría colocarse un Caballero o un Botero, para ser coherentes con el país y la chequera del propietario. Es imposible ver el color de las paredes. Es la memorabilia porno de nuestro anfitrión. Todos los poetas están perplejos. Nadie puede digerir el inusual espectáculo de este Danny de Vito desvencijado que exhibe un flux azul eléctrico, una camisa roja de cuello derramado y su estrepitosa cadena de oro que, en vez de una cruz, cuelga una torre de petróleo.”

Pero no todo fue por el estilo. Luis Miguel conoció y congenió de maravillas con Ledo Ivo y Antonio Cisneros, y recuerdo verlos, Cisneros y Madrid, como si fueran sus nietos, llevando del brazo al pequeño e inmenso poeta brasileiro. Desayunaban juntos, cenaban juntos, reían juntos.

Nuestro ultimo encuentro fue en Madrid. Venia yo de Portugal y Salamanca y pasé un par de días para verle, comiendo en su casa, con Eva Contreras e Isidra, su preciosa perra. Y de copas en Maria Pandora y otros lugares de ese barrio viejo que le circunda, luego de alguna lectura en una librería cercana y varios desencuentros con viejas amigas suyas como mías. Recuerdo que nos acercamos al Corral de la Morería y pasamos un momento para que yo viese el ambiente de la segunda tanda de bailadores; fuimos a otro bar, cuyo nombre no recuerdo, de uno de sus amigos y así hasta que terminamos en un silo de la Cava Baja tomando cubatas. Al amanecer, entramos a un café y ordenamos chocolate con churros. Y Luis Miguel se aplicó el primer Anís del mono del día.  Camino de regreso a su casa, donde me hospedaba, con un tono de melancolía dijo que el año pasado había estado en Bogotá y había departido una semana con una panda de poetas oficiales del chavismo, entre quienes estaban Enrique Hernández D’Jesús, publicista y rapa bolívares del régimen, y Tarek William Saab, entonces gobernador del estado Anzoátegui y hoy fiscal general y gran perseguidor de la oposición democrática. No fueron muchas las palabras sobre esos pseudo poetas, pero por los gestos que hacía, sentí que algo no le cuadraba de las cosas que hacían sus amigos cachacos.

Creo que una vez mas volvió a Colombia e incluso estuvo en Cartagena de Indias, donde yo vivía entonces, pero ni lo supe ni él me buscó. Luego, en una carta telemática contó que de regreso a Madrid había tenido un incidente desagradable con la policía. Le habían destrozado la valija, pinchado las suelas de los zapatos, lo palparon, lo olieron y como alguien le había regalado un libro con una dedicatoria alusiva a ese evento que se repetía casi cada regreso: «A LMM, para que le encuentren este libro escondido cuando le registren en el aeropuerto», lo interrogaron una y mil veces, durante dos horas, tratando de entender qué diablos significaba la frase.

Al saber de su muerte escribí, con el corazón en la mano, estas líneas:

HASTA NUNCA

Quererte

fue

hasta nunca.

Sólo, existías

en este mundo

de donde te ausentas

y me borras.

Voy a recordarte hasta

cuando la vida

te incorpore

a mi muerte.

[1] Luis Miguel Madrid, que acaba de morir víctima de la peste del siglo, nació en la capital española, estudió una Licenciatura en Filología Hispánica en la Universidad Complutense con especialización en literatura hispanoamericana, fue poeta, crítico literario, dramaturgo, barman, bartender y chef. Con Rua das janela verdes ganó el Premio Internacional de Poesía Arcipreste de Hita de 1993. Fue Comisario de varios monográficos de autores latinoamericanos para el Centro Virtual Cervantes; director de la revista de cultura Babab [www.babab.com], socio fundador de la Asociación de revistas digitales españolas [www.arde.com], propietario de Maria Pandora, bar de copas, cava y poesía [https://www.mariapandora.com/site/] y presidente de la editorial Mañana es arte.

 

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