A la historia de Colombia le falta la asignatura de cama-poder. Petro ahora resulta que…

A la historia de Colombia le falta la asignatura de cama-poder. Petro ahora resulta que…

Ahora resulta que Colombia era un paraíso donde todo estaba bien hasta que llegó Petro –la reencarnación del demonio– y acabó con esta Suiza latinoamericana

Por: Lizandro Penagos Cortés
julio 08, 2024
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A la historia de Colombia le falta la asignatura de cama-poder. Petro ahora resulta que…

Lo ilegal es ilegal. Punto. Parto de ahí para recordarle al periodismo tradicional y a los que con razón son llamados periodistas prepago, que es preciso revisar la historia –si es que no la han estudiado–, examinar y correlacionar sus contextos, y equilibrar la información a través del análisis y la crítica moderada; para no producir contendidos cargados de juicios de valor y opiniones disfrazadas de libertad de prensa o expresión o información, o cualquiera otra de esas libertades prostituidas para defender diversos y particulares intereses; y hacer abierto proselitismo político de oposición al gobierno de Gustavo Petro.

Ahora resulta que en Colombia jamás un grupo al margen de la ley había sustituido funciones del Estado. Y se ha armado un escándalo mediático porque el grupo residual de las Farc-Ep, el Carlos Patiño, inauguró un puente en la vereda Honduras del corregimiento San Juan de Mejengue, en El Tambo, Cauca; y cobra un peaje que va de 2 mil pesos para motos y 10 mil pesos para carros. Lo ilegal es ilegal, insisto. Pero en Colombia esto ni es nuevo, ni asombra en los confines de la nación, que en ocasiones suelen estar a un par de horas de los extramuros de las ciudades. Y le corresponde a este gobierno –como le correspondió a todos los anteriores y en rigor no lo hicieron–, defender la soberanía y salvaguardar el Estado Social de Derecho.

Basta con repasar algún texto sobre el conflicto armado en nuestro país. Y comenzar por el más emblemático: La violencia en Colombia de Orlando Fals Borda, Germán Guzmán Campos y Eduardo Umaña Luna; toda la obra de Alfredo Molano, o si no tienen tiempo tres de sus libros clave: Trochas y fusiles, Siguiendo el corte y Los años del tropel; los libros de Arturo Alape sobre Pedro Antonio Marín o Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo; o El revés de la nación de Margarita Serge; y si todos los anteriores les parecen muy mamertos, pues los informes Basta Ya. Memorias de guerra y dignidad y Nunca más, producidos por el Centro Nacional de Memoria Histórica; y que por mandato legal se alejan de la idea de una memoria oficial del conflicto armado.

En cualquiera de estos textos se pueden leer los más asombrosos casos de suplantación del Estado por parte de grupos insurgentes y paramilitares que, con el poder intimidatorio de las armas y la presión de la violencia, impusieron sus propios principios de ley, orden y justicia. Sólo algunos ejemplos: En La Unión Peneya, un corregimiento del municipio de La Montañita en Caquetá, hace un par de décadas las Farc-Ep prohibieron la circulación de dinero y en cambio, se comerciaba con fotocopias de los billetes con la firma y el sello del comandante del frente que operaba en la zona, en plena bonanza cocalera.

En Santander de Quilichao, en Puerto Boyacá o en La Gabarra Norte de Santander, amén de otros cientos de lugares de Colombia, los paramilitares prohibían la circulación de vehículos después de determinadas horas, el parrillero en moto, los homosexuales (nunca la prostitución), las fiestas en las casetas comunales, el volumen de la música en las fiestas familiares, la venta de licor, los juegos de azar, las riñas de gallos y hasta la minifalda. En lugares más apartados la guerrilla –que hacía lo mismo y desde tiempos de la Violencia– llegó a prohibir la caza y la pesca, porque afectaba sus fuentes de alimentación. También prohibieron prácticas culturales tan arraigadas como tener moza o mozo y se encargaban de encalabozar borrachos que se salían de control en las fiestas patronales, dirimían conflictos limítrofes entre vecinos y hasta demandas por alimentos.

De modo que el accionar de las mal llamadas disidencias –no se puede ser disidente de un grupo que ya no existe y ahora en un partido político llamado Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común–, es una vieja práctica nacional en este país que lleva matándose siglos y que desdeñó un Acuerdo de Paz incumplido por el gobierno Duque y convertido en otra cloaca de la corrupción. Ahora que sólo se ventila el desmadre la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres y se olvida que aquí se robaron buena parte de los recursos para la recuperación de Popayán tras el terremoto de 1983, la de Armero tras la avalancha de 1985, la de Mocoa en 2017 y la de San Andrés en 2020; y que al única que funcionó más o menos bien, fe la reconstrucción de Eje Cafetero a cargo de Forec.

Retomo. Donde el Estado no aparece, quien porte un fusil es la ley. E incluso, quien haga lo que a él le corresponde (escuelas, puentes, carreteras, pistas, puestos de salud, etc.), lo reemplaza ipso facto. No debería ser así, pero así es y ha sido. No por eso está bien, claro está, pero todavía hay lugares en Colombia ignorados por el Estado, por los gobiernos, por las autoridades, por los medios de comunicación y hasta pareciera que por Dios. No sé por qué no recuerden ciertos medios y periodistas a Jorge Briceño alias el Mono Jojoy anunciándole al país que ellos gobernaban en buena parte de Colombia y que por eso establecían impuestos. Aún recuerdo el 002: impuesto para la paz a aquellas personas naturales o jurídicas, cuyo patrimonio sea superior al millón de dólares.

Se le olvidó muy rápido a Colombia que la Zona de Distensión conformada por cinco municipios (La Uribe, Mesetas, La Macarena y Vista Hermosa en el departamento de Meta, y San Vicente del Caguán en el departamento de Caquetá) fue un espacio de 42.000 km2 de soberanía nacional entregado por el gobierno Pastrana a las Farc-Ep. Un territorio más grande que varios países centroamericanos y algunos europeos. Y que algo similar, pero en menor escala, ocurrió en el gobierno Uribe con San José de Ralito y los paramilitares. Podrá alguien aducir que hoy hay más medios y que de las redes sociales no se escapa nadie ni nada, pero lo cierto es que se ensañan los medios con este gobierno y episodios que son poco comparados con una historia de degradación en muchos aspectos de la vida nacional.

O qué decir del escándalo con ribetes pornográficos de la supuesta relación del presidente con la presentadora transgénero Linda Yepes. ¿Debe el país desgastarse en esta polémica? ¿Le corresponde a alguien definir qué es o no correcto en estos términos? ¿Importa la orientación sexual diversa de un gobernante?

Bien lo dijo alguna vez el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal: “Yo acaso gobierno con el culo”. Se les olvida que Turbay se casó con su sobrina de 16 años, a la que doblaba en edad y la que luego lo dejó porque el gangoso se comía hasta a las conserjes de palacio detrás de las cortinas o en algún baño.

O los devaneos homosexuales del jovenzuelo Alfonso López Michelsen cuando estudió en los Estados Unidos. O la relación inocultable de Gustavo Rojas Pinilla con su secretaria, el verdadero poder detrás del trono. La violación de una periodista a manos del pequeño tirano de Antioquia.

Hombre, a la historia de Colombia le falta el estudio de ese nódulo cama-poder, un filón de análisis interesante. Pero ahora resulta que Colombia era un paraíso, aquí todo marchaba bien, la salud, la educación, la seguridad, todo, absolutamente todo, hasta que llegó Petro –la mismísima reencarnación del demonio– y acabó con esta Suiza latinoamericana gobernada históricamente por prohombres impolutos y probos.

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