Hay prácticas que la modernidad se va llevando sin que nos demos cuenta. Una de ellas es la serenata, que, aunque parece una actividad obsoleta, tendrá vigencia mientras exista el amor.
Es que la noche siempre es cómplice del amor y por ello se convierte en testigo de innumerables y sentidas serenatas, esa música que se toca al aire libre y durante la noche, según algunas definiciones.
Sin embargo, parece que la serenata ya no hiciera falta. Ya poco tropezamos con una serenata los noctámbulos que recorremos las calles, tratando de espantar los recuerdos. La serenata fue proscrita de las ventanas enamoradas y parecería que también del alma de los modernos galanes.
Hoy existe un nuevo lenguaje del amor, unas nuevas formas de decir "te quiero" sin la complicidad romántica de la luna y el lenguaje cadencioso de los cantos.
¿Pero quién no recuerda las viejas serenatas? La noche parecía que aumentaba en su silencio cuando guitarras y triples lanzaban los primeros acordes al pie de la ventana de la amada.
Algún enamorado, doblemente ebrio de amor y de licor, había llegado hasta allí con los "serenateros", es decir, los intérpretes de sus sentimientos, los hombres que con instrumentos al pecho serían los encargados de reiterar su mensaje de amor, su reclamo de enamorado.
La "entrada" o el "llamado" dependía del motivo que alentara la ofrenda musical. Era la alerta para la seducida, era como un beso hecho música dado a la durmiente para que despertara a escuchar el mensaje del trasnochado amante. Era el "despierta y escúchame", era una manera de decir "te amo" y, cuando se trataba de una reconciliación, de gritar "perdóname".
Con los primeros sonidos de la música no solamente se despertaba a la enamorada. La cuadra entera abría los ojos y el alma al encanto de los acordes musicales. El corazón se ponía en acelere y las expectativas al acecho.
Muy adentro del espíritu de cada mujer esperaban que ese regalo musical fuera para ellas. La "rendijiada" era obligatoria y la envidia hacia la favorecida no era disimulada.
Al pie de la ventana de la cortejada, la música iba cumpliendo el cometido de enamorar o reconciliar. Las canciones derrotaban el silencio nocturno y de paso, un mensaje de amor hecho canción aunaba a dos seres que utilizando el eterno lenguaje del canto reafirmaban sus sentimientos. ¿Recuerdan?
Cómo podré, reina mía, expresar este amor
que me da la vida...
Reyes de la noche para una serenata eran los boleros y los bambucos: los unos en traje de etiqueta y los otros con muleras y alpargatas, pero ambos capaces de abrir las puertas más cerradas al amor.
La quiero, porque la quiero,
porque me nació quererla,
la quiero con toda el alma
aunque ella a mí no me quiera...
Cualquiera suspiraba enternecida ante el arrullo sentimental de aquellas letras.
Al final, "la despedida". Entonces, hombres-sombras, agigantados por la luz de la luna, se iban alejando por la calle. Se llevaban en sus voces e instrumentos la música, pero se iban con la seguridad de haber cumplido con su misión: dejarle a ella nuevos sueños y mejores ilusiones y a todos el haber notificado que el amor habitaba en el corazón del enamorado.
La calle quedaba vacía y en las casas el corazón en vilo soñando con el amor o recordando tiempos que no volverían.
Los hombres por fin se alejaban del escenario y en la vía quedaban flotando acordes de tiples y guitarras y un mensaje enamorado. Mientras tanto, los gallos sonaban los primeros clarinazos de diana anunciando el comienzo de la rutina cotidiana.
Eran otras épocas, eran otras formas de decir "te amo", quizá menos atrevidas, pero indudablemente mas tiernas.
Hoy chicos y chicas también se aman, pero, a diferencia de los de ayer, ven llegar el día metidos dentro de una ruidosa discoteca, escuchando una música insulsa y usando el también antiguo lenguaje de las caricias, más directo sí... pero menos romántico.
Se va llenando la noche
con rumores de canción
y se enreda en tu ventana
mi serenata de amor...