Se acabó el mundial para mí. A partir de hoy, mis acciones y mis emociones volverán a la rutina de la normalidad. Ya no estaré tan pendiente de cada juego, como cuando teníamos la ilusión y la oportunidad de seguir creciendo. Y aunque nunca abracé la posibilidad de que pudiéramos llegar a ser campeones, siento tristeza porque estoy convencido de que con esta misma selección, habríamos podido llegar un poquito más lejos. Desde luego, valoro y reconozco, tanto el esfuerzo como el lugar alcanzado por nuestros deportistas, porque tengo también la certeza de que con esta misma selección, en manos de la misma hermandad corrupta -que se había enquistado en ella durante más de veinte años- ni siquiera hubiésemos alcanzado la clasificación.
Esta vez llegamos muy lejos, para los logros magros a los que nos tenía acostumbrados esa dinastía embaucadora y fraudulenta que se había tomado la selección. Pero dejamos escapar una oportunidad maravillosa, de ubicarnos en un lugar más alto, en ese lugar que social, moral y deportivamente merecemos los colombianos. Por supuesto, vendrán nuevas oportunidades, pero otra vez, tendremos que remar a contracorriente, subiendo el río desde el principio. Y ojalá que cuando se presente nuevamente la oportunidad, no tengamos que empezar con otros veinte años de intereses mezquinos, de discriminación regionalista, de manejo corrupto, político y antideportivo.
Sí. Porque si para algo debe servir el éxito alcanzado por nuestros deportistas en Brasil, es precisamente para ponernos de cara al espejo y darnos cuenta, que como nación, debemos unirnos en torno a la verdad, la justicia, la transparencia y la equidad. Que colectivamente somos mucho más que individualmente. Que para crecer, es necesario sanear la casa y borrar primero de nuestro imaginario, ese sofisma impuesto por los mercaderes del deporte, según el cual, “perder o empatar frente a un equipo grande, es un triunfo para nosotros”. Esa apología de la inferioridad según la cual, “a veces perder es ganar…”
Ojalá que lo alcanzado por nuestra selección en Brasil, junto con los logros de Catherine Ibargüen en Suiza, los de nuestros ciclistas en el Giro de Italia, los de nuestros pilotos en la Indy o los de Alejandro Falla en Tenis, así como los de Mariana Pajón en BMX, cimienten la grandeza futura de nuestra nación. Esa es la verdadera importancia del deporte para cualquier nación. Elevar la moral el arraigo y el sentido de pertenencia de los pueblos por sus culturas. Cimentar la confianza en sí mismos, dignificar al individuo y hacerle sentir participe de su propia historia.
Ojalá que los éxitos recientes de nuestros deportistas en todo el mundo, así como el fortalecimiento de la democracia en nuestro país, contribuyan a la dignidad de nuestra nación y a borrar de una vez por todas y para siempre, de nuestro imaginario, esa mentira infame que algunos apátridas han querido imponernos a todos los colombianos y que incluso algunos medios de comunicación se han encargado de propagar:
Me refiero al acto de referirse a la chambonada, la ordinariez y al ridículo, bajo el sello de “colombianada” o “chibchombiano”. Me refiero al acto irresponsable de correlacionar nuestra identidad con todo lo universalmente negativo. Me refiero al acto de denigrar de nuestras raíces y de humillar nuestra identidad en aras de lucir “gracioso” o “muy civilizado”. Me refiero al acto de referirse a nuestra nación con ligereza…
Ojalá que los éxitos deportivos recientes nos den valor para increpar a quienes verdaderamente le hacen daño a esta nación. Ojalá que no volvamos a aceptar de boca de nadie, el referirse a nuestras gentes bajo el estigma de las “colombianadas”. Y como dijo alguien, ojalá que el orgullo de nuestro pasado, no siga siendo la vergüenza de nuestro presente.