El tiempo es una medida desconcertante, insoportablemente largo cuando se lo mira hacia adelante, antes de que sucedan las cosas, breve hasta el asombro cuando lo vemos atrás, después de los acontecimientos. Por estos días conmemoramos los cinco años de la firma del Acuerdo de Paz, y más exactamente el lustro del famoso plebiscito en el que el NO resultó ganador por una diferencia mínima de votos.
Cuando el primer Acuerdo, el de Cartagena, los que asistimos por las FARC, viajamos a esa ciudad desde las sabanas del Yarí, donde nos recogieron en helicópteros para trasladarnos al aeropuerto en el que abordamos el avión que nos llevó a la Heroica. Acabamos de tomar parte en la Décima Conferencia Nacional de Guerrilleros, en la que más de mil delegados habían dado un sí unánime y rotundo a la firma de lo acordado en La Habana.
Todo era optimismo y alegría. Antes de salir al acto solemne, en el Centro de Convenciones, alguien pidió que los delegados de las FARC nos reuniéramos. En cuanto lo hicimos, recibimos una visita inesperada e informal del presidente Santos, quien sonriente nos estrechó la mano uno a uno. Aquel apretón de manos tenía un significado profundo, la guerra había llegado a su fin, lo que se venía en adelante eran la construcción de la paz y la reconciliación.
Casi podemos afirmar que el mundo se encontraba reunido allí ese día. Delegaciones de la ONU, la Unión Europea, los Estados Unidos, Cuba, Venezuela, la mayor parte de los países latinoamericanos, presidentes y expresidentes, prensa de todas partes, representación de las víctimas del conflicto, de innumerables organizaciones sociales colombianas, público en general ubicado a cierta distancia. El errático simbolismo del avión caza que sobrevoló el escenario fue el único lunar de la fiesta.
Unos días después nos hallábamos en el Club Habana, lugar de fantasía ubicado en una playa paradisíaca de la capital cubana. Si mal no recuerdo el salón se denominaba del Habano. Los más finos y suaves tabacos de la isla se encontraban a disposición de quienes quisieran disfrutarlos. Una pantalla gigante nos permitía seguir los pormenores de la entrega de los resultados sobre la aprobación o no del Acuerdo. El fallo final fue un baldado de agua helada en el trópico.
Aquello significaba el disparate más grande de la historia universal. Un mes de septiembre del año 66, en la región del río Duda, en el departamento del Meta, es decir medio siglo atrás, se había celebrado la Segunda Conferencia de las FARC, que se denominó Constitutiva porque allí se formalizó la conformación de la organización guerrillera que había nacido espontáneamente dos años antes, en Marquetalia, como respuesta a la agresión oficial.
Es decir que Colombia llevaba más de cincuenta años de confrontación fratricida, con centenares de miles de vidas sacrificadas en ella, una cifra de desaparecidos asombrosa, incontables seres humanos pagando cárcel, otros tantos mutilados, secuestrados, millones de campesinos despojados de sus tierras, con una cifra de masacres incomparable a escala mundial, soportando escenas de horror indescriptibles, y una decisión demencial votaba porque eso continuara.
De repente fuimos contemplados con espanto por más de siete mil millones de personas. ¿Cómo podía una nación pronunciarse en contra de un Acuerdo que ponía fin a todo aquello y sembraba las bases para la construcción de una paz estable y duradera? ¿Acaso estaban locos en ese país? Algo debería estar completamente podrido en la mente de la mayoría de sus ciudadanos. Pronto quedó en evidencia la verdad, la grosera manipulación de la extrema derecha.
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El Acuerdo de Paz no era nada de lo afirmado por Uribe y su séquito
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Su desquiciada obsesión por crear monstruos, por inventar las más increíbles mentiras, por envenenar el entendimiento de la población colombiana con las más absurdas elucubraciones había producido efecto. El Acuerdo de Paz no era nada de lo afirmado por Uribe y su séquito. El tema de tierras, la sola posibilidad de que los campesinos despojados pudieran recuperar las que les habían arrebatado con el paramilitarismo, indignaba a los empresarios despojadores.
Y había otro complemento que los aterraba más. La posibilidad real de que la verdad del conflicto saliera a flote. Que la justicia se ocupara de investigar, juzgar y sancionar los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por cualquiera de los actores del conflicto. Había demasiadas cosas que ocultar, que nadie debería saber, que estaban bien enterradas y no debían removerse. Era preferible un país ensangrentado. Parecían cosas del demonio, pero eran ciertas.
Santos subestimó la capacidad de inquina del uribismo y se despreocupó de promocionar el SÍ. Las Farc estaban atadas de manos, no podían hacer política mientras no dejaran las armas. Pese a ello, Colombia tuvo alientos para impedir la consumación de la conspiración criminal. Cinco años después requiere ratificarlo definitivamente, un país en paz, contra las descaradas propuestas de amnistías y las nuevas campañas delirantes del señor Uribe.