Hay que hacer “lo que sea necesario”. Lo dijo en inglés: “whatever it takes”, el italiano Mario Draghi. Tres palabras que salvaron a Europa en 2012, del apocalipsis final. Decidió poner en práctica la política monetaria que llaman “ultraexpansiva” de bajos tipos de interés —cero o negativos— que resulta imprescindible para cortar con el peligro del estancamiento y la deflación en la economía. En su forma de actuar seguía los pasos del banco central de Estados Unidos, FED, cuando decidió ejecutar su plan QE, flexibilización cuantitativa, buscando dotar al sistema económico de liquidez aumentando la cantidad de dinero en circulación, con el propósito de evitar el pánico. Aún estaban frescas en la mente las imágenes de la catástrofe de Lehman Brothers en 2008, que dejó una deuda de cerca de 700.000 millones de dólares y a 25.000 empleados en la calle. Otros dicen que QE se aplica para bajar el desempleo con efectos positivos en la disminución de la desigualdad en el corto plazo.
El, lo que sea necesario, creo que era algo así como jugar a la ruleta rusa, a ver si me toca o no me toca. Para poner en práctica el QE Draghi lo único —y lo espantoso— que hizo fue ponerse a imprimir billetes y con ellos comprar a los bancos sus deudas. Pero sacar dinero así, de la nada, es algo que produce escalofrío y que, para los que no somos economistas, nos suena extraño y nos deja viendo estrellitas. Así la vida es muy fácil. Necesito dinero, entonces imprimo billetes, y ya está. En los tres años largos que duró el plan de compra de deuda, Draghi inyectó en los bancos dinero por el monto de 2,6 billones de euros. A su vez, en las bóvedas del BCE lo que hay hoy son papeles, bonos del gobierno de varios países de la eurozona que suman 2,6 billones de euros. A esta política monetaria expansiva le puso fin en diciembre de 2018. Pero muchas voces críticas dicen que estas compras se hicieron para beneficiar a los ricos, así opina el filántropo George Soros, “este tipo de medidas benefician más a los ricos que a los ciudadanos”. Y Stiglitz ni lo dudaba, “hacen a los ricos más ricos”, porque incrementa los precios de los activos financieros, que el ciudadano no puede adquirir por falta de renta disponible para invertir.
Antes de ser nombrado presidente del Banco Central Europeo en 2011, Mario Draghi trabajó en el Banco Mundial, y luego en Goldman Sachs, la meca del capitalismo puro, donde el altruismo, la compasión, el bien común son mirados como cacharros inservibles propios de seres débiles. Lo que se premia es la osadía, la intrepidez para hacer negocios. Draghi demostró ser intrépido. Se inventó la ley Draghi en Italia para privatizar los activos del Estado. Trabucó, alteró, transmutó, torció las cuentas griegas, para permitir el ingreso del país heleno a la Unión Europea, que unos años después estalló en la crisis de deuda griega, originada en la trapisonda Draghi. Las investigaciones quedaron en el aire cuando el italiano, con aún mayor intrepidez se hizo nombrar presidente del BCE. Para ejercer estos cargos tan importantes se necesita, no talento ni sentido de responsabilidad sino agallas y carecer de escrúpulos. Es un ducho jugador de ruleta rusa acostumbrado a ganar. Nació con esa estrella que ilumina a algunos romanos, la misma que alumbraba al intrépido Rómulo, que se deshizo de su hermano Remo, para reinar sin rival.
Tras el colapso financiero de 2008, cualquier cosa se justificaba y nadie —economistas, políticos— quiso responder por semejante catástrofe debido a la pérdida del sentido de la rectitud. El ciudadano, el pueblo que es el fundamento de la historia, el gozne en que se soportan los hechos diarios que van hilvanando el acontecer histórico, por aquellos terribles días, fue borrado del paisaje. El espacio fue copado por los banqueros. Ben Bernanke, presidente de la FED, se apropió de cualquier tipo de acción. El gobierno de Estados Unidos invirtió 700.000 millones de dólares para rescatar bancos (NYT, septiembre 2018). En Alemania fueron 240.000 millones. En Inglaterra 180.000 millones. El 23, noviembre 2018, el Banco de España hizo un anuncio, dio por perdidos $ 42.621 millones de euros, a consecuencia del rescate bancario. El único perdedor fue el ciudadano. El mundo estaba siendo arrasado y nadie sabía nada, ni para dónde ir. “Todos tomamos cursos acelerados sobre qué era eso de productos financieros sofisticados”, dice Christine Lagarde —Paris Match, septiembre 2018—.
Creo que en la década del 2000 —dice Francis Fukuyama, BBC marzo 2019— las dos grandes catástrofes fueron la invasión estadounidense de Irak y luego la crisis financiera, ambas fueron el subproducto de ideas conservadoras llevadas hasta los extremos y condujeron a resultados muy malos. Los banqueros, osados ellos, minimizaron sus estragos y se les extravió el sentido de las proporciones. Lloyd Blankfeil, presidente por 12 años de Goldman Sachs hasta septiembre de 2018, se hizo archimillonario con la crisis, su banco fue rescatado por Bush con 12.000 millones de dólares. Lloyd se enfocó en el trading, comprar y vender acciones para obtener megaganancias. Pienso que en él se inspiró Scorsese para su película, que enseña el hambre pecaminosa por crear dólares de la nada. “La crisis financiera fue un momento que escindió a Estados Unidos, y al mundo”, escribió Andrew Ross en NYT. Desde entonces se rompió el contrato social entre los plutócratas y todos los demás. Y los ganadores fueron los mismos de siempre, si atendemos a las cínicas palabras, completamente desprovistas de realidad, propias de un enajenado, de Warren Buffett al decir que “la guerra la habían ganado los ricos”, basado en un principio muy cuestionable: el gran negocio es el que no necesita capital, pero igual crece. Base de todos los desajustes implantados por la salida de madre de unas ideas conservadoras, que muchos no quieren reconocer, porque se aferran al orgullo de un triunfo que no lo es porque el capitalismo ha salido escaldado del trance.
Dicen que el adicto cuando reconoce y acepta que está enfermo ya inicia su proceso de curación, antes no. El capitalismo no ha reconocido el mal que aqueja a su sistema. El economista alemán Thomas Mayer escribe en FAZ.net, 6, octubre 2019, que, desde la crisis financiera de 2008, “los teóricos sociales de izquierda y ecológicos han unido sus fuerzas para lanzar un nuevo ataque contra el orden liberal”. Es erróneo culpar al neoliberalismo de los males, dice Mayer. Se lava las manos con la idea de que los teóricos de izquierda y los activistas políticos conducen a la pérdida de libertad y prosperidad. Empieza a delirar cuando afirma que la existencia de la mayoría de las personas que viven hoy, están aquí gracias a la economía capitalista asociada con el orden liberal. Y concluye su artículo apoteósico: “ya es hora de difundir la narrativa de la libertad ofensivamente”. Mayer, que creció en el FMI, en el Goldman Sachs y últimamente en el Deutsche Bank, le pide a la humanidad que ame a sus verdugos. Él hace parte, en uso de su libertad, faltaba más, de los que atacan el euro porque va contra los principios de libertad y democracia de la UE y pone en peligro su orden liberal.
Alguien escribió en The Guardian, el ecologista George Monbiot, que la naturaleza misma del capitalismo es “incompatible con la supervivencia de la vida en la tierra”. Con prontitud y en uso de la libertad, que Mayer siente amenazada, Robert P. Murphy, en la revista MisesInstitute, 5, octubre 2019 responde, “no, el capitalismo no amenaza a la humanidad”. Para debatir a Monbiot Murphy usa estadísticas del petróleo. En 1930 Estados Unidos tenía 13,6 mil millones de barriles en reservas, en 2017 las reservas probadas de crudo llegaron a 39,2 mil millones de barriles. El error de Murphy consiste en confundir tecnología con humanidad, dos conceptos distintos e independientes entre sí. No deja de ser admirable sí que, “nadie previó que Estados Unidos pasaría de ser el mayor importador para convertirse en un exportador neto de petróleo y gas”, dice lord David Howell, experto en transición energética, en NYT de 7, octubre 2019 —recomiendo su entrevista a cargo de Stanley Reed—. Esto es tecnología y trabajo intenso, pero la desigualdad en los Estados Unidos es una de las más vergonzosas del mundo, Mr. Murphy. Y esto es lo que se debe debatir, y darle la primera prioridad, muy por encima del cambio climático y de la digitalización que debe emprender el mundo, y antesísimo de que llegue la inteligencia artificial con su poderío. Sería una hipocresía de libro dar prioridad a la máquina antes que al ciudadano.
La desigualdad es el cáncer del capitalismo. Mientras el corazón no se conmueva sabiendo que millones de seres duermen sobre el cemento y con hambre, la humanidad avanza sorda ciega muda y parapléjica, así vaya en un Mustang a 220 millas por hora. “Los 400 americanos más rico pagaron un porcentaje de impuestos inferior a cualquier otra clase socioeconómica”. Así lo dicen Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, profesor Universidad de California en el libro que será publicado la próxima semana, The trumph of injustice. Dicen, los más adinerados pagaron en 2018 un 23% en impuestos, mientras la mayoría de los estadounidenses pagan entre un 25 y 30% de impuestos. En la década de 1950 las mayores fortunas abonaban 70% de sus ganancias en impuestos, en 1980 47% y hasta 23% actualmente. Aunque la fortuna de John D. Rockefeller en 1930 sería tres veces superior a la actual de Jeff Bezos, teniendo en cuenta el peso en el PIB.
Pero el, lo que sea necesario de Draghi no condujo su política monetaria a disminuir las desigualdades en la Unión Europea, ni a apagar la cantidad de voces discordantes que elevan su voz en demanda de mejores prestaciones. Voy a poner un ejemplo entre un millón de conflictos. Al estallar la crisis en 2008, una de las primeras medidas que tomaron los gobiernos fue congelar salarios. Casi que así se han quedado una década después. Los pilotos de British Airways —fusionada con Iberia— en septiembre hicieron varios días de huelga. Por primera vez en varias décadas iban a la huelga, desde la época de Thatcher. Exigían más paga después de que la aerolínea británica haya obtenido ganancias significativas. Los pilotos en tiempos de pérdida ya renunciaron a un plus, pero ahora querían beneficiarse de la ganancia. En 2018 BA ganó más de 2.000 millones de libras. Pero se niega a aceptar las peticiones del sindicato. La huelga le cuesta a BA 40 millones de libras al día. Europa está en deuda con los trabajadores. Uno de los dogmas de la política de austeridad alemana es hacer reformas laborales. Abaratar el despido, es la única idea que se discute como forma de combatir el desempleo. El partido comunista portugués, para dialogar con Antonio Costa, ganador de las elecciones del domingo 6, octubre 2019, y formar alianza, le exige subir salario mínimo de 600 a 850 euros y retirar la reforma laboral que impuso a Portugal la troika (acreedores del FMI, la Comisión Europea y el Canco Central Europeo), en el momento del rescate financiero. El trabajador está sin derechos y en manos del contratista y, Draghi con todas sus compras de deuda, no ha solucionado lo esencial.
Y parte de lo esencial está en el foso que se creó entre las élites financieras y los trabajadores. El contrato social se hizo añicos. El pueblo siente que su voz clama en el desierto, grita por unas políticas de salud y de pobreza, pero sus palabras no encuentran eco. Cada grupo busca imponer su propia narrativa, que semeja un grito ganador. Una dice: “los países del norte de Europa son industriosos” = nos merecemos lo que sea. Otra: “los países del sur de Europa son perezosos” = allá ellos, pero que no vivan del contribuyente alemán. “Gastar es malo, ahorrar es bueno” = repiten algunos economistas, recordando que Alemania, en los últimos años, ha vivido arropada por los altos excedentes en cuenta corriente. Hubo una narrativa perversa en España que decía, “el precio de la vivienda nunca cae”, el que pudo compró casa porque no se perdía dinero. De pronto miles y miles de personas vieron que el precio de su casa se desplomaba. Otros cuantos miles se quedaron sin ellas. Narrativas que tienden a justificar, encubrir o soslayar el rompimiento del diálogo o ahondar en el foso, como única manera de gobernar. El gobernante se recluye en su torre de marfil, rodeado de ejércitos que lo convierten en inaccesible. Apenas escucha las voces de sus aduladores, que lo alaban, con tal de mantener sus posiciones privilegiadas. Y el coro de los medios que deciden llamarlo ‘el hombre del siglo’ para no quedarse por fuera de los jugosos presupuestos que les asigna el patrón.
Así entre dimes y diretes va transcurriendo el tiempo. Cómo irá a tratar la historia a Mario Draghi dentro de 20 años. A priori diría que no tan bien. Ranke dice que se debe dejar hablar al pasado. Ese pasado que hoy está terminando Mario Draghi, porque el hecho objetivo es que ya se terminaron sus 8 años al frente del BCE como su presidente, no dirá que fracasó, no podrá decir que su gobierno fue inocuo porque faltaría a la neutralidad, dirá que estuvo sembrado de sombras y concluirá que sus propias palabras serán el juez que dictará la sentencia. En estos 8 años de vida, donde los europeos se envejecieron ocho años más —una buena cantidad habrán muerto— los manes históricos revolverán en la vida de Draghi buscando aclaraciones, ¿hacia dónde y hacia quiénes se dirigían sus afanes? ¿puso como centro de sus preocupaciones borrar las huellas que iban dejando sus pasos? ¿ha firmado pactos de silencio con sus adversarios a cambio de dádivas? ¿habrá imitado al papa Alejandro VI que durante su papado se dedicó a colocar a sus hijos en las más altas dignidades? En Alemania, el ministro de Finanzas Wolfgang Schauble, en 2016, lo acusó de ser el responsable de “al menos el 50%” del ascenso de AfD, el partido de ultraderecha y euroescéptico, que llegó al Parlamento alemán.
Alemania es Alemania. Todos le critican que sea una nación de superávit comerciales —diferencia entre exportaciones e importaciones—, su deuda pública está en 60,9% —la italiana está en 132,2% del PIB—, es el tercer país exportador del mundo, y durante cuatro legislaturas consecutivas ha mantenido a rajatabla una política de “déficit cero”. Alemania por razones históricas es dada a la austeridad. El alemán no gasta todo lo que tiene en el bolsillo, y siente aversión por las deudas. El endeudamiento de los hogares es uno de los más bajos de la OCDE. Contratan pólizas de seguro de vida con rendimiento anual garantizado, en porcentajes altos en relación con otros países de la UE. Tienen la tasa más baja de vivienda en propiedad. Pero Draghi no es bien mirado en Alemania por su política de dinero barato. Los tipos cero hacen más daño que beneficio en un país sin apenas deuda hipotecaria, con poco crédito al consumo y el ahorro quietecito en renta fija garantizada. En tal tesitura el italiano respondió a las críticas: “Recibí un mandato para defender la estabilidad de precios, no para garantizar la rentabilidad de bancos y aseguradoras”. Otra historia muy diferente sería si Alemania al final de 2019 termina en recesión.
La magia del dinero barato se explica cuando la máquina del banco central se pone a imprimir billetes. La operación que realiza es producir dinero de la nada, que huele a raíces enfermas del sistema financiero. La narrativa de que así se puede producir una “estabilidad financiera real”, es bastante dudosa. Me inclino por la teoría de la profesora de economía de la universidad de Leed en Inglaterra, Carmen Elena Dorabat: “Un sistema financiero saludable, reestructurado y “sostenible” solo es posible con dinero sólido cuya producción ya no esté determinada de manera arbitraria y política” (Mises Institute, octubre de 2018).
Miremos a la historia con sus relatos llenos de lecciones. Alan Greenspan, que fue casi 20 años presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, FED, lo único que necesitaba para resolver los graves y complejos problemas económicos, era tinta y papel. Le llegaron a llamar “el mago de los mercados”, su política de recorte de tasas de interés era garantía de crecimiento y ganancias. Se ufanaba de que Estados Unidos siempre sería solvente, no le importaba para nada la deuda pública. El basaba esa solvencia en que “siempre puedo imprimir dinero para pagar cualquier deuda”. Pienso que Alan no sabía lo que decía. Lo que suena extraño en un hombre de su categoría. Mientras él imprimía dinero, de forma desaforada, el mundo implosionaba con constantes burbujas que producían enorme daño. Acabó con la economía mexicana en 1994, con la asiática en 1997, la crisis de las tecnológicas en 2000. Y dejó el huevito caliente para que en 2007 estallaran las subprime, su obra cumbre, que lo convirtió en víctima de su propio invento, cuando la construcción de sus torres de crédito se vino abajo, del mismo modo que las Torres Gemelas.
Esta teoría descabellada le quedó sonando a Donald Trump, por ello impetra a Jerome Powell, actual presidente FED, que baje las tasas a negativo. Trump ha cometido el grave crimen de disparar la deuda, 22 billones de dólares, con su cascada de mentiras y falsedades. El mundo lo está pagando caro. Estas son las huellas que ha seguido Mario Draghi al frente del BCE, ¿cómo resolvió mirarse en el espejo de Alan Greenspan? Por eso los alemanes se revuelven como fieras enfurecidas en sus sillas. ¿De cuándo acá multiplicar deudas es lo más aconsejable para progresar? Sin olvidar que el crédito es pieza básica del circuito financiero y productivo, pero mirado bajo otros parámetros. La teoría del precio barato del dinero divide a los economistas. Como siempre, ellos son parte del problema. Si miramos lo empírico se nota que ese dinero impreso lleva a la demagogia, la irresponsabilidad y lo más peligroso, cargar en los hombros de los nietos, las estupideces de sus mayores, por la fiebre de la economía consumista. Las deudas de Inglaterra, Francia, Italia se han duplicado gracias a las políticas del dinero barato. Con Zapatero en España, en 2007 era de 400.000 millones, 35% del PIB. Hoy España casi ha triplicado esa deuda, ¡en una década! Alemania hizo el camino inverso, de la deuda en 2010 de 81% de PIB, se pasó hoy a 60,9%. Se entiende que el martes 8, octubre 2019, la sucesora de Lagarde al frente del FMI, la búlgara Kristalina Georgieva, diga con pesadumbre que, por todo este proceso actual de desaceleración, a causa de las guerras comerciales la economía global se reducirá “en 700.000 millones de dólares” (el PIB de Suiza) el próximo año, y además añadió: la “deuda se vuelve peligrosa”
Mario Draghi se va como entró: con inyecciones de liquidez en forma de dinero barato, para intentar que la economía de la eurozona vuelva a crecer y elevar la inflación hasta el entorno del 2%. El 12 de septiembre dio a conocer su política de despedida. Uno, de nuevo acepta comprar deuda a razón de 20.000 millones de euros mensuales, a partir del 1 de noviembre; el día después del final del Brexit, y del comienzo del período de Christine Lagarde como presidenta del BCE, por un período de 8 años. Dos, anunció que baja las tasas de interés desde el 0% hasta -0,5%. (Janet Yellen, anterior Chair de la FED, rigurosa y lúcida economista, se negaba a dar crédito a las tasas negativas). Dos medidas greenspanianas que han hecho sonar los tambores de guerra. Tales medidas son un reconocimiento tácito del fracaso de su gestión. Transcurrieron inútilmente 8 años. Él, junto a Juncker y los jefes de gobierno del Consejo Europeo, deja la mecha encendida de la bomba de TNT bautizada, ‘colapso de Europa’.
Dichas dos decisiones le han quitado a Mario Draghi su credibilidad. Por la sencilla razón de que ambas no consiguieron, en cuatro años, lo que se proponían: ni creció la economía, ni subió el IPC. Agotó la pólvora que se necesita para la batalla que se avecina, él ya no estará, y los banqueros del Consejo de Gobierno del BCE se han armado para su propia guerrita: hay una oposición interna a retomar la compra de activos. Los banqueros centrales de Francia, Alemania, Holanda, Austria, también han protestado por tales medidas. Jens Weidmann, presidente del Bundesbank alemán y brazo derecho de Angela Merkel, rompió con la diplomacia y filtró a la prensa, con bastante molestia, que “superó todos los límites” y lo llama, en el Financial Times, “Conde Draghila”.
En Alemania han dado rienda suelta a su inquina contra el romano. Lo detestan. Seis ex BCE ha promulgado un memorando contra la política de Draghi, el 4 de octubre. Han lanzado una verdadera carga de profundidad: a. “No se entiende la lógica de la política monetaria de reactivar las compras netas de valores, “consolidando” la sospecha de que la medida tiene la intención de “proteger” a países “con una deuda tan alta como Italia”; b. “Desde el punto de vista económico, el BCE ingresa al territorio de financiamiento monetario del gasto público, que está estrictamente prohibido por los Tratados”.
No está solo en su batalla. Paul Krugman, en su columna del NYT, martes 8, octubre, presenta a Draghi como el hombre que sacó “del abismo a Europa”, y para superar el bache que atraviesa el viejo continente —un crecimiento que entró en coma— aporta una receta con dos ingredientes: Alemania debe abandonar su obsesión por los males del “gasto deficitario” [Esto es quimérico Paul] y el BCE necesita “seguir imprimiendo dinero” [Eres un romántico Paul].
Yo sí creo que está profanando los reglamentos. Pero eso es como escoger la forma de morir: por harakiri, por ahorcamiento, por lanzamiento a la vía del tren. Europa está en estado crítico. Tal vez Draghi con sus últimas medidas, está actuando como el administrador astuto de la parábola de Lucas 16, acusado de malbaratar la hacienda. Y resulta que al final de la parábola, el patrón termina alabando al administrador deshonesto por su “astucia”. Tal vez para el jugador Draghi la astucia es vital en sus tácticas de juego. La historia lo dirá.
A Christine Lagarde le urge desactivar la bomba cuya mecha ya está encendida. Seguir el camino de su antecesor sería cavar su propia sepultura y volar en pedacitos. Debe restaurar la credibilidad del BCE, aplicarse a las deudas públicas y reorientar las políticas fiscales de los países de la zona euro. Ella y Ursula von der Leyen, como presidenta de la Comisión Europea, tienen el reto de su vida. Más que inyectar liquidez, la anemia europea requiere mística, creer en sí misma y recuperar la confianza. Manos a la obra.