Entre los muchos aprendizajes que nos legó el siglo XX, uno de los más contundentes y desesperanzadores fue la certeza de que las aguas turbias de la naturaleza humana terminan por contaminar todas las utopías, incluso las más cristalinas.
La pasional Revolución Bolchevique desembocó en el turbio estalinismo, el romántico movimiento cubano 26 de julio trazó la ruta para lo que finalmente se convertiría en una dinastía y el refrescante Frente Sandinista de Liberación Nacional, en Nicaragua, terminó como plataforma del impresentable Daniel Ortega, por mencionar apenas tres ejemplos.
Las Farc no fueron ajenas al decepcionante teatro del desplazamiento de los ideales en beneficio, entre otros impensables, del lucro económico. El secuestro, las acciones terroristas, el reclutamiento de menores, los desplazamientos forzados de civiles y la relación con el tráfico de drogas ilícitas, dejaron poco o nada del legítimo movimiento campesino que a mediados del siglo pasado se levantó en Marquetalia contra un Estado indigno.
Nada de legitimidad le ha quedado a las Farc. Sobreviven no porque les asista autoridad moral o prestigio bien ganado, sino porque sus recursos, obtenidos en gran parte por el narcotráfico y por el ejercicio de delitos atroces como el secuestro, les han permitido mantener el aire de las armas una vez se extinguió el de las ideas.
Solo puedo concebir una Colombia próspera si es una Colombia sin las Farc. Creo que la desaparición de esa guerrilla es un requisito ineludible para construir un mejor país. Y precisamente porque añoro el eclipse final de esa organización es que apoyo con todas mis fuerzas el proceso de La Habana.
El intento de aniquilación de las Farc por medio de las armas ha sido un fracaso. Lo ha sido por décadas. Lo fue aún en el más guerrerista de los gobiernos, con la más alta destinación de presupuesto a la guerra. Esa es una realidad que solo se puede negar desde la miopía o desde el cinismo.
¿Pero qué garantiza que las Farc desaparezcan una vez accedan al sistema electoral?
Esa es la pregunta que se hacen aquellos a quienes aterroriza la posibilidad de un gobierno socialista. Y cada vez que los escucho o los leo (¡porque los hay!) no puedo dejar de enternecerme por la candidez a la que puede conducir el juego del terror irreflexivo.
Colombia es el más reaccionario y retardatario de los países de América. El conservadurismo está sembrado en la médula misma de nuestra nación. El colombiano promedio es católico y fascista.
No existe la menor posibilidad de que el empolvado discurso socialista de las Farc cale en el mismo pueblo que tiene por patrón
al Corazón de Jesús, por modelo de mujer a la Madre Laura, por artista emblemático a Silvestre Dangond…
No existe la menor posibilidad de que el anacrónico y empolvado discurso socialista de las Farc cale en el mismo pueblo que tiene por patrón al Corazón de Jesús, por modelo de mujer a la Madre Laura, por artista emblemático a Silvestre Dangond, por patriarca a Laureano Gómez y por ídolo a Álvaro Uribe.
De hecho la férrea oposición del Centro Democrático al proceso de paz es una muestra adicional de mi planteamiento. Al uribismo (eso está claro) antes que la extinción de su enemigo, le conviene su perpetuación: solo en la existencia de un oponente, de un motivador del pánico, puede sostenerse una doctrina basada en infundir terror para luego presentarse como salvadores. Ellos saben que si se firma el acuerdo de La Habana las Farc desaparecerán y con ellas el trabajo para quienes las tienen como chivos expiatorios.
Yo quiero, como lo quieren miles, que las Farc desaparezcan. Por eso le apuesto al proceso de paz. Porque no me cabe duda alguna de que una vez ingresen al juego democrático, se diluirán en el espeso espíritu reaccionario de la sagrada y bendecida nación colombiana.